El Espíritu Santo Paráclito que el Padre
enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.
Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten
ni teman! (Jn 14,26-27)
EL «ESPÍRITU» EN LA REGLA Y VIDA DE LOS HERMANOS MENORES
Uno
de los rasgos que más llama la atención en la espiritualidad de san Francisco
es su constante apelación al «espíritu», su preocupación de que todo se haga
según el espíritu, su interés en que se guarde la Regla espiritualmente. Estas
expresiones a veces se combinan con frases que aluden a la inspiración divina.
El deseo de abrazar la vida franciscana se considera explícitamente como un
efecto de la inspiración divina: «Si alguno, por inspiración divina quisiere
abrazar esta vida y viniere a nuestros hermanos...» (1 R 2,1). Y lo mismo, el
deseo de ir entre infieles: «Cualquiera de los hermanos que por divina
inspiración quisiere ir entre sarracenos y otros infieles...» (2 R 12,1; cf. 1
R 16,3).
Es
claro que inspiración, en estos casos, no se ha de interpretar en sentido
estricto místico, pero se quiere dar a entender que se trata de actos que se
realizan por motivos sobrenaturales y, aún más, por impulsos internos
personales que, conforme a las reglas del discernimiento de espíritus,
aplicadas más bien con espontaneidad intuitiva, se reconocen proceder de Dios o
del Espíritu Santo, y no de la carne o de la voluntad humana. Así los
candidatos a la Orden deberán vender sus bienes y distribuirlos entre los
pobres si pueden espiritualmente, aunque en caso de impedimento, les bastará
tener voluntad espiritual (1 R 2,4 y 11); y en cuanto al modo de la
distribución: «libremente hagan de sus cosas lo que el Señor les inspirare» (2
R 2,7), cuidando, no obstante, de no obrar por motivos carnales (cf. 2 Cel 81).
Este es también el sentido de frases como éstas: «a no ser que a los ministros
les pareciere otra cosa según Dios» (2 R 2,10); «como vieren que mejor conviene
según Dios» (2 R 7,2).
En
todo caso, se ve que el seráfico Padre vive bajo la influencia del Espíritu
Santo y quiere que sus hermanos obren también siempre bajo la misma influencia,
y cuida de que esta libertad espiritual o derecho a vivir según el espíritu no
se coarte en la vida de su fraternidad, y aun llega a afirmar que el verdadero
Ministro general de la Orden es el Espíritu Santo y le hubiera gustado hacerlo
constar así en la misma Regla, pero el estar ya aprobada por bula pontificia no
se lo permitió (2 Cel 193). Todos los hermanos deben, pues, buscar ante todas
las cosas «tener el espíritu del Señor y su santa operación» y guardar la Regla
espiritualmente (2 R 10,9 y 4). Pero ¿qué se quiere decir exactamente con estas
palabras? ¿Qué es este espíritu?
Procuraré
responder al problema a base de los escritos personales de san Francisco,
particularmente de las dos Reglas, del Testamento y de las Admoniciones, aunque
no se ha de olvidar que éstas, más que avisos espirituales literalmente
dictados por el Santo, parecen notas y resúmenes elaborados por los discípulos
que le escuchaban, según se deduce de ciertos matices de estilo y del uso de
palabras como «religioso» para calificar a los hermanos, «prelado» para los
ministros, etc.
ESPÍRITU
Y LETRA
Tanto
en san Pablo como en san Francisco el espíritu se define no ya tan sólo, ni
principalmente, en contraste con la letra, sino sobre todo en oposición con la
carne. Junto al binomio espíritu-letra hay que destacar, pues, el binomio, no
menos importante, espíritu-carne, si queremos entender bien a S. Francisco. En
todo caso es preciso que examinemos primero el significado de espíritu en
contraste con la letra.
Ahora
bien, el espíritu, en cuanto se contrapone a la letra, significa la gran
revolución obrada por la gracia de Cristo en el Nuevo Testamento. El espíritu
se relaciona con el Espíritu Santo, que Cristo promete a sus discípulos y que
producirá en ellos una nueva vida y que iluminará constantemente las mismas
enseñanzas de Cristo y les dará una movilidad viva para que se adapten a las
diferentes situaciones de la historia y de la existencia humana, y que impedirá
que el mismo texto escrito de la Biblia se convierta en letra rígida y yerta,
pues lo animará, como quien dice, con su soplo renovador para reactualizarlo en
todas las épocas. «Estas cosas os he dicho mientras estaba con vosotros. El
Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, os enseñará
todo y os recordará cuanto os he dicho» (Jn 14,26). «Muchas cosas tengo todavía
que deciros, pero no podéis llevarlas ahora. Mas cuando venga él, el Espíritu
de Verdad, os enseñará la verdad entera... y os instruirá en las cosas que
están por venir» (Jn 16,12-14).
No
hay duda que san Francisco apela constantemente a este Espíritu Santo que,
hasta la consumación de los siglos, derrama luz y vida sobre las Escrituras y
sobre las verdades enseñadas por Cristo.
En
un contexto más amplio todavía, san Pablo se proclama ministro del Nuevo
Testamento, de esa Nueva Alianza, «no de la letra, sino del espíritu; porque la
letra mata y el espíritu vivifica» (2 Cor 3,6). La letra es el texto de la Ley,
que por sí sólo no da fuerza para practicar la justicia. La letra mata, porque
enseña el camino y prescribe lo que se ha de hacer; pero, al multiplicar los
preceptos sin comunicar la fuerza para cumplirlos, hace abundar el pecado. Tal
es la doctrina paulina que se trasluce de 1 Cor 15,16 y de Gal 3,10 y 19-22,
etc. Y tal es la idea que resalta en la conclusión de Jn 1,17: Moisés, al dar
la Ley, enseñó el camino; pero sólo en Cristo se cumplen las promesas y se
hacen verdad las profecías, y se nos da la gracia, que es principio interno de
nueva vida.
San
Francisco, al adaptar a su intento las expresiones de san Pablo y san Juan,
parte del supuesto de que las palabras de la Sagrada Escritura, y aun las de
los teólogos y predicadores eclesiásticos, se ordenan por su naturaleza a
alimentar y fomentar la vida del alma, por lo que en sí mismas no son mera
letra estéril, sino espíritu y vida, aunque pueden resultar estériles por la
actitud psicológica de quien las lee o las escucha, como el Antiguo Testamento,
que, desligado de Cristo, carecía de virtud vivificante para los israelitas.
Así,
de las palabras que en su primera Carta dirigió a todos los fieles, dirá, con
expresión tomada de Jn 6,64, que son espíritu y vida, y recomendará que se lean
y escuchen «con santa operación», es decir, haciéndolas producir obras santas,
puesto que en caso contrario no serían sino letra muerta. Y la misma frase
emplea también en el Testamento al recomendar a sus hermanos que honren y
veneren «a todos los teólogos y a quienes administran las santísimas palabras
divinas como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 13).
Desde
este punto de vista, al explicar en la Admonición 7 las palabras de san Pablo
«la letra mata y el espíritu vivifica», en realidad no hará sino destacar la
manera de proceder del hombre no espiritual en un caso determinado, es decir,
en relación con la inteligencia de las S. Escrituras. No le interesa, pues, a
S. Francisco hacer ver cómo la Ley Antigua, la letra, enseñaba el camino, pero
no daba la fuerza interior para recorrerlo, mientras que el Nuevo Testamento
nos trae la gracia como principio de nueva vida que desde dentro nos impulsa a
practicar el bien, sino que prefiere llamar la atención sobre la posibilidad,
que también en el N. T. existe, de que la carne impida la influencia del
espíritu. Y en este sentido declara que «son muertos por la letra aquellos que
tan sólo desean saber las palabras para ser tenidos por más sabios o para poder
adquirir grandes riquezas y distribuirlas entre parientes y amigos; y entre los
religiosos (especialmente) son muertos por la letra aquellos que no desean
seguir el espíritu de la letra divina, sino que más bien anhelan conocer tan
sólo las palabras a fin de interpretarlas para los demás; y son vivificados por
el espíritu de la divina letra aquellos religiosos que no aplican al cuerpo (es
decir, no utilizan para satisfacción de la carne, del egoísmo o del orgullo) la
letra que saben o desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo la
devuelven al Señor Altísimo, de quien es todo lo bueno» (Adm 7).
En
otras palabras, san Francisco quiere decirnos que, si bien en sí, las S.
Escrituras son espíritu y vida, de hecho pueden ser utilizadas no según el
espíritu, sino según la carne. El espíritu nos impele a considerarlas como
programa de vida que debe traducirse en frutos de virtud, santidad y buenas
obras; mientras que la carne tiende a buscar, también en ellas, la satisfacción
del orgullo o del ansia de riquezas.
Es
de notar la expresión «el espíritu de la letra» con que el seráfico Padre
subraya su modo de entender el problema. No hay oposición, quiere decirnos,
entre la letra y el espíritu, sino que ambos elementos pueden relacionarse
entre sí como el alma con el cuerpo o como el meollo con la corteza; pero si se
busca la letra solamente, y no el espíritu de la letra, uno puede quedar con
sola la corteza o con solo el cuerpo sin alma.
En
todo caso, ya se ve que para una recta interpretación del significado de espíritu
en san Francisco, hay que recurrir a su doctrina sobre el espíritu y la carne.
SIGNIFICADO
FUERTE DE «ESPÍRITU»
Pero
antes de examinar los textos correspondientes, conviene recordar que muchos
términos que ahora tienen un sentido metafórico, débil, diluido, conservan aún
en los escritos de S. Francisco su significado fuerte y pleno. Edificar o decir
palabras de edificación no es para él sinónimo de causar impresión más o menos
agradable y estéril con frases edificantes convencionales, sino contribuir de
modo eficaz al crecimiento espiritual de las almas y al desarrollo progresivo
de ese edificio simbólico de la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo. Y
en este sentido maldice a los que con su mal ejemplo destructor o des
edificante destruyen lo que por los hermanos santos se edifica (2 Cel 156).
Cosa
parecida debe decirse de espiritual y espíritu. No basta atribuir a estas
palabras el significado débil, metafórico o tópico, que está en uso ahora. No
basta oponer espiritual a corporal para aplicar el primer término a todo lo que
no es visible, tangible y concreto. Si uno no está presente con el cuerpo en
algún lugar, se puede decir -aun en el uso actual- que asiste en espíritu, con
la intención, con el deseo. Si uno no es hermano en el sentido propio de la
palabra, pero afectiva y moralmente se relaciona con alguno como un hermano con
otro, se dirá que es hermano en espíritu. Pero cuando san Francisco emplea
estos términos, quiere expresar en general algo más que esas relaciones aéreas,
impalpables. Él piensa de un modo preciso, no en el espíritu humano, sino en el
Espíritu Santo, y en el influjo que este Espíritu divino ejerce en las almas, y
en la vida sobrenatural que alimenta en ellas, y en los impulsos santos que les
comunica. El espíritu no siempre es precisamente la Tercera Persona de la
Trinidad, pero, aun si se refiere al hombre, alude al hombre puesto bajo el
influjo de ese Espíritu Santo. El espíritu es, pues, como en san Pablo, no una
simple buena voluntad humana, sino el principio interno sobrenatural de una
vida nueva y la raíz de actos de virtud y santidad que están por encima de la
esfera puramente humana.
Léase,
por ejemplo, la primera de las Admoniciones del Santo: «Como Dios es espíritu,
no puede ser visto sino en espíritu; porque el espíritu es el que da vida,
mientras que la carne nada aprovecha (Jn 6,65). Ni el mismo Hijo, en cuanto es
igual al Padre, puede ser visto por nadie de otro modo que el Padre, o de otro
modo que el Espíritu Santo. Por lo cual, todos los que vieron al Señor
Jesucristo según la humanidad y no vieron ni creyeron según el espíritu y la
divinidad que él era el Hijo de Dios, fueron condenados. Y lo mismo ahora,
quienes ven el Sacramento del Cuerpo de Cristo... y no ven y creen secundum
spiritum et divinitatem que se trata verdaderamente del Cuerpo y de la Sangre
de N. S. Jesucristo, son condenados». Ver y creer según el espíritu es, pues,
realizar bajo el influjo del Espíritu Santo esa operación misteriosa por la que
el espíritu humano, elevado al orden sobrenatural, se adhiere y se entrega por
la fe a la Verdad revelada.
Esto
se manifiesta con más claridad aún en la frase un poco enigmática que viene a
continuación en la misma Admonición: «De donde, es el espíritu del Señor, que
habita en sus fieles, el que recibe el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor»;
ese espíritu del Señor que, según la Regla de 1223, los hermanos «deben desear
tener sobre todas las cosas», así como «su santa operación» (2 R 10,9), y sin
el cual no se está en disposición de recibir provechosamente la Eucaristía; por
lo que «todos los que no tienen el espíritu del Señor y osan recibirlo
(materialmente) comen y beben su condenación». Hemos de procurar tener ese
espíritu del Señor para obrar espiritualmente, según el espíritu, para creer
según el espíritu, y para descubrir según el espíritu, con los ojos
espirituales de la fe, y no sólo con la luz de la inteligencia, las realidades
divinas que se ocultan bajo las apariencias materiales. Y entonces, así como
los Apóstoles con los ojos de la carne no veían sino la carne de Cristo, pero
mirando con los ojos del espíritu creían que era Dios, del mismo modo nosotros,
al ver con los ojos del cuerpo el pan y el vino, descubrimos con los del
espíritu «que están allí su cuerpo y sangre vivos y verdaderos» (Adm 1).
En
la Carta a todos los fieles, en la sección más especialmente dirigida a los
religiosos, «que se apartaron del siglo», insiste el Santo en la necesidad de
mortificar «nuestros cuerpos con los vicios y pecados», para no vivir según la
carne, sino según el espíritu y observar «los preceptos y consejos de N. S.
Jesucristo», porque no debemos ser «sabios según la carne», sino «sencillos,
humildes y puros»; de modo que se cumpla en nosotros lo que se anuncia en los
Sagrados Libros: «El Espíritu del Señor descansará sobre ellos (Is 11,2), y
hará en ellos su habitación y morada (Jn 14, 23), y serán hijos del Padre celestial
(Mt 5,45), cuyos mandatos cumplen, y son esposos, hermanos y madres de N. S.
Jesucristo». San Francisco tiene, pues, conciencia clara de la acción del
Espíritu Sato en las almas, y sabe que este Espíritu del Señor, anunciado por
Isaías, quiere hacer habitación y morada en ellas para que, bajo su influjo,
los hermanos vivan espiritualmente y tengan nuevas y peculiares relaciones de
esposos, madres y hermanos con Jesucristo (2CtaF 36ss).
Constituyen
casi una obsesión en san Francisco la presencia y el influjo del Espíritu Santo
en las almas. La manifestación fundamental del espíritu del Señor consistirá
por lo mismo en reconocer siempre que es Dios quien obra todo bien en nosotros,
y en no apropiarnos las buenas obras que Él hace en nosotros y en no gloriarnos
por ellas, y en no mirar con envidia el bien que realizan otros, porque es Dios
quien lo realiza en ellos. «Comer del árbol de la ciencia del bien» significa
para él apropiarse el bien de Dios, apropiarse la propia voluntad y gloriarse
«por los bienes que el Señor dice y obra en él» (Adm 2). Y esta actitud la
considera como pecado fundamental contra la obediencia debida al Altísimo.
Envidiar al prójimo por el bien que lleva a cabo es como un pecado de
blasfemia, porque «nadie puede decir Señor Jesús, sino movido por el Espíritu
Santo»; y si es el Espíritu Santo el principio que mueve al prójimo a hacer el
bien, a obrar según el espíritu, «quien envidia a su hermano del bien que Dios
dice y obra por él, comete un pecado de blasfemia, porque envidia al muy Alto,
que dice y obra todo bien» (Adm 8). Por lo que se puede concluir que el
criterio para conocer si se tiene el espíritu del Señor es que, cuando el Señor
obra algún bien por medio del hombre, no por eso se enorgullece la carne, sino
que se considera más despreciable y se juzga el menor de todos los hombres (Adm
12).
Así
se puede entender también lo que se dice en 2 R 6,8 de los hermanos
espirituales comparados con el hijo carnal a quien tanto ama la madre, si bien
en este caso la frase no parece ser, en su forma actual, del mismo san
Francisco, como lo revela la comparación con 1 R 9,11; por otra parte, carnal
no significa aquí algo contrario al espíritu, sino tan sólo un hijo según la
carne o la ley de la generación física humana, al que puede contraponerse un
hermano espiritual en sentido metafórico amplio.
ESPÍRITU
Y CARNE
Recordemos
ahora, brevemente, la conocida doctrina paulina sobre el espíritu y la carne.
Hay contraste, pero no oposición entre la letra y el espíritu, entre la Ley y
el Evangelio. «Sabemos que la ley es espiritual; pero el caso es que yo soy
carnal, esclavizado al pecado» (Rm 7,14); y por eso, la ley que se ordena a la
vida y que ilumina, pero que no da por sí nueva vida se me convierte en ocasión
de pecado (Rm 7,11). Ahora bien, esta ley, que era buena y ordenada a la vida,
y espiritual o conforme a las exigencias del espíritu, pero insuficiente, halla
su cumplimiento y realización plena en la Nueva Alianza, en Cristo. No estamos,
pues, bajo la Ley, sino que llevamos dentro un nuevo impulso vital que nos hace
cumplir la Ley con más perfección y amplitud, no por imposición externa de
mandatos legales, sino por necesidad interna y por la virtud divina que el
Espíritu Santo infunde en nuestras almas. La letra está, pues, superada por el
espíritu (Rm 7,6). Pero si la letra está ya superada y es cosa vieja, no por
eso se desarrolla el espíritu sin ninguna traba. Se nos ha infundido un nuevo
principio de vida; pero no se ha anulado aún de modo definitivo la vieja raíz
humana, el hombre viejo, que se llama también carne. Y entre la carne y el
espíritu no sólo hay contraste, sino verdadera oposición irreductible (Gál
5,17).
Pongamos
en claro nuestra situación actual según la Epístola a los Romanos. Subsiste la
lucha, pero ya no somos como esclavos que estamos sometidos a una ley externa,
sino que hay en nosotros una fuerza que nos empuja a hacer el bien y a
sobreponernos a las inclinaciones del hombre viejo. Dios envió a su Hijo,
revestido de nuestra naturaleza humana, con una carne semejante a nuestra carne
que nos lleva al pecado, «para condenar el pecado en la carne, a fin de que se
cumpliese la justicia de la ley en nosotros, que no caminamos según la carne,
sino según el espíritu. Puesto que quienes viven según la carne, desean las cosas
de la carne: y en cambio quienes viven según el espíritu, desean las cosas del
espíritu... Ahora bien, los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.
Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, si de verdad el
Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,4-9).
No
hay ninguna dificultad en identificar este Espíritu de Dios con el espíritu del
Señor, que S. Francisco quiere que sus hermanos busquen ante todas las cosas (2
R 10,9). Pero, para conseguirlo, es preciso que mortifiquemos con la fuerza del
espíritu las obras de la carne. «Puesto que no somos deudores de la carne, para
que debamos vivir según la carne. Con todo, si vivís según la carne, moriréis;
mas, si por el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis»; es decir,
dominará en vosotros el principio de la nueva vida divina, por la que somos
hijos de Dios y herederos del cielo, «pues los que son llevados por el espíritu
de Dios, esos son hijos suyos» (Rm 8,10-14).
Tal
es la doctrina. Pero su aplicación recta y ordenada exige que se conozcan y
concreten los impulsos del espíritu y los impulsos de la carne, que se
practique con simplicidad y pureza el imprescindible discernimiento de
espíritus. San Pablo da unas grandes líneas directrices en su Epístola a los
Gálatas: «Caminad según el espíritu y no satisfagáis los deseos de la carne;
porque la carne tiene inclinaciones contrarias al espíritu, y el espíritu,
contrarias a la carne... Conocidas son las obras de la carne: fornicación,
impureza, lujuria, idolatría, magia, odios, contiendas, celotipia, riñas,
altercados, discordias, facciones, envidias, embriagueces, orgías y cosas
semejantes... Fruto del espíritu son en cambio: caridad, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, mansedumbre y templanza». Ahora bien, concluye el Apóstol:
«Si vivimos del Espíritu, ordenemos nuestra conducta según el espíritu» (Gál
5,16-25). Ya se sabe que en la versión Vulgata la lista de tales frutos y obras
es más larga todavía por desdoblamiento explicativo de algunos términos del
original griego, y es evidente que aún podría ampliarse el cuadro si se
quisieran enumerar casuísticamente más manifestaciones. Pero bastan estos
ejemplos para comprender la aplicación que S. Francisco hace de estas
enseñanzas del Apóstol.
Desde
luego es fácil advertir que carne ni en san Pablo ni en san Francisco tiene el
significado restringido y limitado de instinto carnal que lleva al pecado de
lujuria. Es verdad que también la fornicación y la impureza son para el Apóstol
obras de la carne; pero no son sólo éstas, sino que se destacan además «los
odios, riñas, envidias, etc.». San Francisco por su parte trata de penetrar
hasta el fondo del problema y descubre como raíz de las obras de la carne esa
especie de sutil soberbia que lleva al hombre a apropiarse los dones divinos y
a enorgullecerse con ellos y a buscar en todo, sin excluir estos dones de Dios,
la satisfacción de su múltiple egoísmo. Se podrá, pues, conocer que el
religioso tiene el espíritu de Dios, «si su carne no se gloría cuando el Señor
obra por él algún bien...» (Adm 12). No se alude aquí para nada a los instintos
carnales en sentido estricto. Si alguna vez hay que tratar de los peligros
contra la castidad y del comportamiento con las mujeres y del castigo de los
fornicadores, san Francisco lo hará en 1 R 12 y 13 sin traer a colación la
doctrina del espíritu y de la carne, de la que por lo demás hace un uso tan
amplio en la misma Regla al referirse a los hermanos que proceden carnalmente
en vez de vivir según el espíritu. Se puede, pues, decir que S. Francisco
interioriza y espiritualiza más la doctrina de S. Pablo, y la relaciona más
directamente con la vida religiosa, y la pone ya como base del examen de
conciencia de los hermanos y del ejercicio del discernimiento de espíritus, que
alcanzará mayor desarrollo en épocas posteriores.
En
efecto, san Francisco, que tanto apreciaba la libertad de espíritu y que tan
directamente iba al amor, es con todo un gran maestro del examen de conciencia
y del análisis de los diversos movimientos interiores. No hay en él rastro de
esa oposición que algunos suelen querer observar entre el camino del amor y el
camino de los exámenes, de los que hay tan buenos modelos en las Admoniciones,
sino que precisamente el fin de estos análisis interiores es poner al
descubierto ciertas mañas arteras de la carne para que no se frustre nuestro
propósito de vivir según el espíritu. Y es interesante, desde este punto de
vista, señalar las locuciones que emplea para caracterizar los diversos
movimientos del alma. Ante todo, la palabra espíritu se utilizará para significar
el influjo del Espíritu Santo y para calificar al alma que obra bajo la acción
o inspiración divina; pero, según los casos, se hablará también del espíritu de
la carne como contrario al espíritu del Señor, de modo que, si bien la carne y
el espíritu son principios opuestos, también el influjo de la carne se
concebirá a modo del influjo contrapuesto de la gracia.
Desde
esta perspectiva, recomendará el seráfico legislador, en 1 R 17, a todos sus
hermanos, clérigos y no clérigos, que sean humildes en todo, y que «no se
gloríen, ni se gocen en sí mismos, ni se enorgullezcan por las buenas palabras
u obras, ni por bien alguno que el Señor dice o hace y obra alguna vez en ellos
y por ellos», porque nada de esto es nuestro. Debemos más bien guardarnos de la
sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne; pues el espíritu de la
carne se queda con la letra que, entendida según la Admonición 7, mata, ya que
«busca y se afana mucho por las palabras -para tener conocimientos y exhibirlos
en la predicación-, pero se preocupa poco de las obras, y quiere y desea una
religión y una santidad que se muestren al exterior ante los hombres». Es
natural que el Santo no sólo descubra las tretas de la carne, sino que enumere
también, a su modo, los frutos del espíritu al declarar que el espíritu del
Señor busca la mortificación, las humillaciones, la paciencia, la pura
simplicidad, la verdadera paz del espíritu, y sobre todas las cosas desea el
temor divino y la divina sabiduría y el divino amor. Y en forma más compendiosa,
en 2 R 10, vuelve a mencionar los elementos fundamentales de la operación del
Espíritu Santo en nosotros: «Sobre todas las cosas deben desear tener el
espíritu del Señor y su santa operación», cuyos frutos en resumen son «orar
siempre a Dios con puro corazón, tener humildad, paciencia -o perfecta alegría-
en la persecución y enfermedad, y amar a los que nos persiguen, reprenden o
acusan».
INSPIRACIÓN
Y ESPÍRITU
Desde
luego hay casos en que parecen explicarse y completarse mutuamente, como frases
paralelas, algunas locuciones con las que se recomienda proceder
espiritualmente o se alude a una inspiración divina. Así, en 1 R 5,6, se ordena
que se pongan en manos del ministro a los hermanos que no se enmiendan después
de la tercera amonestación, y se añade que el ministro «haga de él como mejor
le pareciere según Dios». Y en el párrafo siguiente se insiste en que nadie
debe turbarse o airarse por el pecado de otro, sino que más bien «ayuden
espiritualmente, como pudieren, al que pecó». En 1 R 16,3 (cf. 2 R 12,1) se
habla de los hermanos que «por divina inspiración quisieren ir entre sarracenos
y otros infieles»; y a continuación (v. 5) se concreta que estos hermanos
«pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos maneras»; y aun se añade
que pueden pasar de la predicación o testimonio del ejemplo al de la palabra
«cuando vieren que ello place a Dios». En 1 R 2 se ordena que el candidato a la
Orden, «si quiere y puede espiritualmente sin impedimento, venda todas sus
cosas...», y que, si no puede dar sus bienes «sin impedimento y tiene voluntad
espiritual», le basta con que los abandone. Y en 2 R 2 se advierte a los
hermanos y a sus ministros que no tengan solicitud por los bienes de los
candidatos, «para que libremente hagan de sus cosas lo que el Señor les
inspirare».
Quien
no procede bajo el influjo de esta inspiración y no hace las cosas según Dios,
sino que obra por motivos puramente naturales, se supone que está inspirado -si
así puede decirse- por 1a carne. Ocurrió una vez en la Marca de Ancona que,
después de la predicación del Santo, se le presentó un hombre pidiendo
humildemente ser admitido en la Orden. «Si quieres asociarte a los pobres de
Dios -le dijo el Santo- distribuye primero tus bienes a los pobres del mundo».
Y el hombre, al oír esta recomendación, dejándose llevar del amor de la carne,
distribuyó sus cosas entre los suyos, sin dar nada a los pobres. Al volver y
explicar al Santo su liberalidad, replicóle éste con burla: «Sigue tu camino,
Fray Mosca, puesto que no has salido aún de tu casa y de tu parentela. Has dado
tus cosas a tus consanguíneos y has defraudado a los pobres. Comenzaste por la
carne; has puesto al edificio espiritual un cimiento ruinoso» (2 Cel 81).
A
la inspiración de la carne se atribuye igualmente en 1 R 10,4 la ira y la
impaciencia del hermano que busca con demasiada ansia la salud del cuerpo. Si
entre los frutos del espíritu del Señor, que influye en nosotros con su santa
operación, se enumera el tener «paciencia en la persecución y enfermedad» (2 R
10,9), la actitud contraria deberá clasificarse entre las obras de la carne. Y
así lo hace Francisco, después de recomendar primero que se cuide bien a los
enfermos: «el hermano enfermo que dé gracias a Dios... Mas, si se turba o
irrita o pide con solicitud medicinas, con un afán excesivo de liberar la carne
que pronto ha de morir y es enemiga del alma, esto le viene del espíritu malo y
procede en esto carnalmente y no como un hermano, pues ama su cuerpo más que su
alma» (1 R 10,4).
Existe,
pues, una inspiración divina a la que debemos atender con docilidad, si
queremos obrar espiritualmente, según Dios; pero existe también una especie de
inspiración carnal, de la que hemos de guardarnos con diligencia si nos
proponemos proceder según el espíritu. Y en rigor los motivos carnales podrían
filtrarse en vocaciones tan espirituales como las de entrar en religión o ir a
Misiones, por lo que los ministros deberán examinar con atención si es bueno el
espíritu que mueve a los candidatos o si los aspirantes al apostolado misionero
son idóneos para tal empresa. Mas los ministros, que no tienen derecho a apagar
el espíritu, no podrán negar a los hermanos la licencia solicitada para ir
entre sarracenos «si vieren que son idóneos para enviar; pues tendrán que
rendir cuentas a Dios si en esto o en otros asuntos procedieren
indiscretamente» (1 R 16). Particularmente se habrá de tener en cuenta la
docilidad al Espíritu Santo en la observancia del Evangelio según la Regla.
En
efecto, san Francisco apela con frecuencia en el Testamento a la inspiración
divina, bajo cuyo influjo escribió la Regla: «Después que el Señor me dio
hermanos, nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me
reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio... El Señor me reveló
que dijésemos la salutación: El Señor te dé la paz...». Y no se contenta con
declarar que la Regla le fue inspirada por el Señor, sino que además pide que
todos sus hermanos la reciban e interpreten con la misma sencillez y pureza de
corazón con que él la recibió de Dios: «Del mismo modo que el Señor me concedió
decir y escribir pura y sencillamente la Regla y estas palabras, así pura,
sencillamente y sin glosa quiero que las entendáis, y con santa operación las
guardéis hasta el fin».
San
Francisco quiere que 1a inspiración que dio origen a la Regla se mantenga
siempre viva, en algún sentido, en los hermanos que se comprometen a su
observancia. Hay que evitar que este documento se convierta en letra rígida y
desencarnada, en una simple fórmula jurídica. Para ello, los hermanos tomarán
ante la Regla, guardadas las debidas proporciones, una actitud como la del
Santo ante las palabras divinas. Para que la inspiración del Espíritu Santo
ilumine y vivifique la letra del texto, los hermanos tratarán de entender y
practicar las normas allí contenidas, no con argucias jurídicas, sino con esa
sencillez que es «hermana de la sabiduría» y con esa pureza de corazón que,
eliminando las tinieblas de los apetitos terrenos, hace al alma dócil y
transparente a la luz del Espíritu Santo; ya que, según Francisco, la sencillez
es aquella virtud que, «contenta con sólo Dios, desprecia las demás cosas» (2
Cel 189); y hombres de corazón puro son los que «desprecian las cosas terrenas
y buscan las celestiales, y no cesan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo
y verdadero con alma y corazón limpio» (Adm 16). Se trata, pues, de dos
virtudes bien caracterizadas para hacer que el espíritu del Señor se sobreponga
al espíritu de la carne, y, «removido todo impedimento y dejado de lado todo cuidado
y desasosiego, los hermanos, de la mejor manera, puedan servir, amar, honrar y
adorar al Señor Dios con limpio corazón y puro espíritu» (1 R 22,26), y de este
modo entender y practicar espiritualmente la Regla.
Y
aquí conviene intercalar una observación crítica sobre el texto del Testamento.
No faltan quienes se apoyan en las palabras citadas para afirmar que S.
Francisco exige que se guarde la Regla «a la letra, a la letra, a la letra, sin
glosa, sin glosa, sin glosa». Los códices de Ognisanti de Florencia y de San
Antonio de Roma, del s. XIV, en que se basa la edición crítica de Quaracchi, no
tienen el inciso «sin glosa» después de «pura y sencillamente»; el de Asís,
también del s. XIV, ofrece la lectura «sencillamente y sin glosa», y finalmente
Wadding y la edición de Firmamenta Ordinum (1512) dicen «pura y sencillamente,
sin glosa». En todo caso, se lee poco antes de este pasaje, en el mismo
escrito, que los hermanos «no pongan glosas en la Regla ni en estas palabras
diciendo: así se deben entender». Lo que de ningún modo aparece en S. Francisco
es la expresión «a la letra», que se relaciona con la leyenda de Fontecolombo,
no registrada con semejante formulación en ningún códice anterior al s. XIV. Se
ve que los llamados «espirituales», en su afán por desautorizar las nuevas
interpretaciones, glosaron y parafrasearon con la expresión «a la letra», tres
veces repetida, la prohibición de poner glosas y convirtieron en milagro, con
voces del cielo, la simple afirmación de S. Francisco de que el Señor le había
inspirado o revelado su Regla. Mas con la prohibición de poner glosas no
trataba el Santo de imponer una interpretación literalista rígida, sino que, al
exigir de los hermanos la pureza y simplicidad o buena voluntad con que él
había hecho escribir la Regla, sólo excluía ciertas argucias jurídicas o glosas
deformadoras, que desnaturalizan la influencia del Espíritu Santo en su
inteligencia y observancia.
OBEDIENCIA
Y ESPÍRITU
Recordemos
que el verdadero Ministro general de la Orden, según la mente de Francisco, es
el Espíritu Santo. La Orden es por igual para ricos y sabios, y para pobres e
iletrados, pues el Espíritu Santo, su General, también descansa por igual sobre
el pobre y el sencillo (2 Cel 193). Más todavía, así lo hubiese hecho constar
en el texto de la Regla si no hubiese sido ya aprobada por el Papa. En todo
caso, la fecha señalada para la celebración del Capítulo general será la
vigilia de Pentecostés, la fiesta del Espíritu Santo (2 R 8; 1 R 18).
Ahora
bien, si el Espíritu Santo es el Ministro general y todos los hermanos están
firmemente obligados a obedecer de modo especial al Ministro general de esta
fraternidad, será preciso que los Hermanos Menores sean dóciles a la voluntad y
a las mociones de este Espíritu y se esfuercen en guardar espiritualmente la
Regla. De hecho, es llamativa la insistencia de san Francisco en reclamar de
los hermanos que procedan espiritualmente, sobre todo en la Regla no bulada. El
candidato a la Orden debe distribuir sus bienes, si puede espiritualmente, o sea,
según la inspiración del Espíritu Santo, entre los pobres (1 R 2). Dondequiera
estuvieren o se encontraren los hermanos, deben respetarse y honrarse
mutuamente según el espíritu y con amor (1 R 7). Los hermanos que por
inspiración divina van entre sarracenos y otros infieles, pueden proceder entre
ellos de dos modos, según les sugiera el espíritu, y cuando prediquen podrán
exponer ciertas verdades y otras cosas que vean ser del agrado divino (1 R 16),
etc. etc.
Aún
más. Hay normas u obligaciones que, aparte del campo propio e inmediato,
alcanzan en su interpretación espiritual un ámbito más extenso. La pobreza, por
ejemplo, particularmente la que se promete por voto, tiene su objeto propio
bien determinado; mas S. Francisco no la quiere separar nunca de la humildad,
de modo que tanto en una como en la otra Regla ambas virtudes, o mejor, ambos
aspectos, unidos con una «y» epexegética, forman un binomio indisoluble. «Todos
los hermanos procuren seguir la humildad y pobreza de N. S. Jesucristo» (1 R
9); «sirviendo en pobreza y humildad...», dice el cap. 6 de la Regla bulada que
concluye resumiendo la vida de los Hermanos Menores en «seguir la pobreza y
humildad y el santo Evangelio de N. S. Jesucristo» (2 R 12). Además, la
pobreza, entendida en un sentido espiritual más amplio, abarcará para S.
Francisco la renuncia a la propia voluntad y al amor propio y a todos los
apegos interiores y exteriores. No será, pues, verdaderamente pobre quien se
reserva la bolsa de la propia voluntad y no está pronto a obedecer en cualquier
momento; ni se podrán considerar como pobres de espíritu quienes, por mucho que
se dediquen a la oración y castiguen sus cuerpos con abstinencias y
mortificaciones, se turban en seguida por cualquier palabra que tenga
apariencia de injuria para su carne. «Estos no son pobres de espíritu, pues
quien es verdaderamente pobre de espíritu se odia a sí mismo» (Adm 14,4).
Cosa
parecida puede decirse de la obediencia. Tiene su objeto propio bien
determinado. Hay una frase, «extra obedientiam evagari», que se entiende en su
sentido jurídico propio en 1 R 2: una vez recibido a la obediencia, no le está
permitido al hermano pasar a otra religión ni vagar fuera de la obediencia.
Pues bien, la misma frase se emplea en un sentido más amplio y profundo en 1 R
5, donde se prescribe que los hermanos «se sirvan y obedezcan unos a otros
voluntariamente por caridad del espíritu»; y sigue: «Esta es la verdadera y
santa obediencia de N. S. Jesucristo». Y se añade: «Todos los hermanos, siempre
que se apartaren de los mandatos del Señor y vagaren fuera de la obediencia,
sepan que son malditos fuera de la obediencia, mientras permanecieran a
sabiendas en semejante pecado. Y cuando perseveran en los mandatos del Señor,
que han prometido, por el santo Evangelio y por su género de vida (es decir:
cuando perseveran en la fiel observancia del Evangelio y de la Regla), sepan
que están en la verdadera obediencia». Este parece ser también el sentido de la
frase de la Carta a toda la Orden en la que, después de exhortar a los hermanos
a la devoción a la Misa y a la observancia de la Regla, advierte el Santo que
no quiere considerar como católicos y hermanos suyos a quienes no guardan estas
cosas, como tampoco a quienes «andan vagando, desdeñada la disciplina de la
Regla», pues el Señor dio su vida para no quebrantar la voluntad de su Padre.
La
obediencia ocupa un lugar preeminente, en las alabanzas de las virtudes, en
este sentido profundo de aceptación plena de la voluntad del Padre, a imitación
de la kénosis y obediencia de Cristo «hasta la muerte», y dócil sumisión a la
influencia del Espíritu Santo para guardar la Regla según sus luces e impulsos.
«Dios te salve, dama santa Caridad, con tu hermana la santa Obediencia... La
santa Obediencia confunde todas las voluntades corporales y carnales (es decir,
el espíritu de la carne), y mantiene el cuerpo sujeto a la obediencia del
espíritu (para obedecer al espíritu del Señor) y a la obediencia de su hermano,
y hace que el hombre se someta a todos los hombres, y aun a las bestias y a las
fieras, para que puedan hacer de él lo que quieran, cuanto les permitiere el
Señor desde lo alto» (SalVir 3 y 14-18).
San
Francisco quiere decirnos que no basta con la observancia material y literal de
ciertas normas. No basta con que seamos pobres de bienes materiales, si no
aspiramos a realizar en sentido más elevado el significado de la pobreza de
espíritu. No basta con que ejecutemos materialmente las órdenes de los
superiores, si con ello no logramos sobreponernos a las obras de la carne y
obedecer a las sugestiones del espíritu. Y así el Santo llegará a decir que la
más perfecta obediencia, en que no tienen parte ni la carne ni la sangre,
consiste, no precisamente en esperar que se nos ordene algo, sino en ir a las
Misiones por inspiración divina para bien del prójimo o por deseo del martirio:
«Solicitar esta obediencia juzgaba que era muy agradable al Señor» (2 Cel 152).
Es decir, una obediencia espiritual en que no se obedece, en el sentido
ordinario de la palabra, a ningún prelado de carne y hueso, sino directamente a
la inspiración del Espíritu Santo.
JERARQUÍA
Y ESPÍRITU
Pero
la obediencia al Espíritu, no sólo no anula la obediencia a la Jerarquía y a
toda autoridad humana constituida, como dice san Pablo, por ordenación divina,
sino que dispone mejor al alma para someterse a cualquier manifestación divina.
El perfecto obediente, según el espíritu, se siente sometido no sólo a los
hombres, sino aun a las bestias y a las fieras, y a todos los acontecimientos
favorables y adversos. No es perfecto obediente quien no recibe con idéntica
sumisión y alegría la salud y la enfermedad, el buen y el mal tiempo. El
Espíritu Santo, que es el Ministro General de esta fraternidad, comunica a
veces directamente sus impulsos e inspiraciones a las almas, pero aun en esos
casos la divina inspiración debe ser reconocida y aprobada por la Jerarquía.
Por eso, los que por divina inspiración quieren ir a Misiones, deben recurrir
primero a sus ministros, quienes no concederán su licencia sino a los que
juzgaren idóneos (2 R 12). Más aún: «aunque el súbdito viere cosas mejores y
más ventajosas para su alma que las que su prelado le manda, sacrifique al
Señor su voluntad, y esfuércese en poner por obra lo que dispone el prelado.
Pues ésta es obediencia verdadera y caritativa que agrada a Dios y al prójimo»
(Adm 3).
El
Espíritu Santo impulsa al alma a este género de obediencia en que se manifiesta
cómo realmente la santa caridad es hermana de la santa obediencia (SalVir).
Por
su parte, san Francisco, que recibió del Altísimo el impulso para vivir «según
la forma del santo Evangelio», siente sin embargo la necesidad de presentar tal
inspiración divina a la aprobación del Sumo Pontífice: «Y el Señor Papa -dice
en su Testamento- me la confirmó». Y en sus Reglas, tan llenas de espíritu,
comienza por hacer solemne protesta de obediencia al Papa, exigiendo en cambio
la misma actitud para con él de parte de sus hermanos: Francisco promete
obediencia y reverencia al Papa y a sus sucesores y a la Iglesia Romana (1 R
Introd.; 2 R 1). Y termina recalcando la necesidad de vivir «siempre súbditos y
sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica», para
observar, sólo bajo la aprobación y obediencia de la Jerarquía, y no en otra
forma, esa Regla que el mismo Dios le reveló (2 R 12).
No
hay contradicción entre el espíritu y la Jerarquía, entre el carisma y la
obediencia, sino que el mismo Espíritu, que es alma de la Iglesia, lleva a la
obediencia, y no a una obediencia cualquiera, simplemente literal, sino a una
obediencia más amplia y perfecta, más ungida de fe y amor y alegría. Y lo que
san Francisco hace con el Papa, todos los hermanos deben practicarlo con sus
superiores si quieren guardar con perfección el Evangelio que dice: «Quien no
renuncia a cuanto posee no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33); «Quien quiera
salvar su alma, la perderá» (Mt 16,25). Palabras que el seráfico Patriarca
explica de este modo: «Renuncia a cuanto posee y pierde su alma y su cuerpo
aquél que se entrega a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3). Puede
recordarse aquí la célebre alegoría del cadáver, recogida también por san
Ignacio de Loyola, pero que no debe interpretarse en el sentido de una
obediencia inerte, ya que la actitud de total entrega «en manos de su prelado»
debe realizarse «según el espíritu», hasta tal punto que cualquier cosa que
diga o haga quien así está entregado, si él sabe que no es contraria a la
voluntad del ministro, aunque éste no la haya ordenado explícitamente, supuesto
que se trata de cosa buena, es verdadera obediencia (Adm 3,4).
Mas,
como una virtud tan fundamental en la vida franciscana no debe reservarse sólo
a los súbditos, para que también los superiores tengan la oportunidad de
practicarla, san Francisco da normas acertadas, que el Perfectae caritatis ha
puesto nuevamente de actualidad para todos los Institutos religiosos. Es
preciso, pues, que también los superiores «por la profesión de la obediencia
ofrezcan a Dios la total entrega de su voluntad, como sacrificio de sí mismos»
y que, a ejemplo de Jesús, que vino a cumplir la voluntad de su Padre, y que
«por su sumisión al Padre sirvió a los hermanos», recuerden que están para
servir y no para ser servidos, y ejerzan su autoridad «con espíritu de servicio
a los hermanos» (PC 14). Parecen frases tomadas de los escritos de S.
Francisco.
Le
gusta sobre todo al Santo unir los vocablos «ministro y siervo» (como «pobreza
y humildad»): «Todos los hermanos que son constituidos ministros y siervos de
los otros hermanos... Y recuerden los ministros y siervos que dice el Señor: No
vine a ser servido, sino a servir» (1 R 4). «Todos los hermanos que están bajo
la autoridad de los ministros y siervos, observen razonable y discretamente las
acciones de los ministros y siervos... y, en el Capítulo de Pentecostés,
denúncienlo al ministro y siervo de toda la fraternidad» (1 R 5). «Vayan a
Misiones con permiso de sus ministros y siervos» (1 R 16). «El Capítulo de
Pentecostés... a no ser que le pareciere otra cosa al ministro y siervo de toda
la fraternidad» (1 R 18), etc. etc. También, pues, al referirse al Ministro
General usa el mismo modo de hablar. Los hermanos deberán tener a su frente a
uno de los hermanos «como ministro general y siervo de toda la fraternidad» (2
R 8). «Los hermanos que son ministros y siervos de los demás, los deben
visitar...» (2 R 10,1), y se explica el sentido del vocablo: «pues así debe
ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,6).
No
es que hasta san Francisco no se hubiese empleado el término ministro para
calificar a los prelados, o el de hermano para designar a los monjes, pues ya
se conocen estas denominaciones en el siglo XII, como lo observó el P. Oliger;
pero con el seráfico Patriarca, que llamaba hermanos y hermanas a las aves, a
las bestias, al lobo, etc., esta fraternidad adquiere un sentido más profundo y
evangélico. «Y que nadie se llame prior, sino que todos indistintamente
llámense hermanos menores» (1 R 6,3); mientras que santo Domingo,
por ejemplo, no tendrá inconveniente en conservar la palabra prior, aunque
también sus religiosos son, no monjes, sino hermanos o frailes.
Los
ministros son, pues, siervos de todos los hermanos, particularmente en cuanto
les ayudan a guardar espiritualmente la Regla, a obedecer al espíritu del Señor
y a someterse voluntariamente a los superiores, como lo recuerda también el
Vaticano II al establecer que los superiores, «que han de dar cuenta a Dios de
las almas que se les han confiado», deben gobernar a sus súbditos «promoviendo
su sujeción voluntaria» (PC 14). Ya san Francisco advertía a los ministros y
siervos «que se les ha confiado el cuidado de las almas de sus hermanos, y que
si alguno de ellos se perdiere por su culpa y mal ejemplo, tendrán que rendir
cuentas, el día del juicio, ante N. S. Jesucristo» (1 R 4,6). «Así, pues -les
insiste Francisco-, custodiad vuestras almas y las de vuestros hermanos» (1 R
5,1).
Por
lo demás, el Santo es exigente en extremo para con los súbditos «que
renunciaron por Dios a la propia voluntad». Por transgresiones ligeras a
primera vista, impone a veces penas aparentemente exageradas. Es que no se fija
tanto en la gravedad material externa de la transgresión cuanto en la
disposición interna del desobediente, que se opone al espíritu del Señor por
dejarse llevar de la voluntad carnal o del espíritu de la carne. En estos
casos, san Francisco es inexorable. Sus hermanos deben estar siempre atentos al
espíritu.
En
cambio, y precisamente por el mismo motivo, declara de modo explícito: «El
hermano no está obligado a obedecer cuando su ministro le prescribe algo
contrario a nuestro género de vida (a nuestra Regla) o contra su alma» (1 R
5,2); «Obedezcan a sus ministros en todas las cosas cuya observancia
prometieron al Señor, y no son contrarias al alma y a nuestra Regla» (2 R
10,3). Y no contento con esta declaración, recomienda a los hermanos «que están
bajo la autoridad de los ministros y siervos», que examinen razonablemente y
con caridad el modo de proceder de sus ministros; y si vieren que alguno de
ellos procede «carnalmente y no espiritualmente en relación con la rectitud de
nuestra vida», caso de que no se enmendare después de un tercer aviso,
denúncienlo, en el Capítulo de Pentecostés, al ministro y siervo de toda la
fraternidad, «sin que lo impida oposición alguna» (1 R 5,3-4).
De
este modo se trata de conseguir que los mismos ministros permanezcan en la
obediencia del espíritu del Señor, guardando espiritualmente la Regla, sin
abandonarse al espíritu de la carne.
OBSERVANCIA
ESPIRITUAL DE LA REGLA
Mas,
¿qué se entiende por observancia espiritual de la Regla? No puede eludirse el
problema, como se hace a veces, puesto que se relaciona íntimamente con uno de
los clásicos preceptos taxativamente enumerados por Clemente V: «Los hermanos
que supiesen que no pueden guardar espiritualmente la Regla, a sus ministros
deben y pueden recurrir» (Exivi de paradiso. 2 R 10). Ni vale decir que aquí se
trata de los hermanos que se encuentran en ocasión de pecado grave, de los que
más bien se ocupan otros párrafos de la Regla.
Para
una exégesis objetiva, hay que comparar el texto de la Regla bulada con lugares
paralelos de la otra Regla, cuyo cap. 5 prescribe que, «si en cualquier parte
que estén», hubiere algún hermano que procede carnalmente y no espiritualmente,
los hermanos con quienes está que lo amonesten, instruyan y corrijan humilde y
caritativamente; y si después de la tercera amonestación no quisiere
enmendarse, envíenlo o denúncienlo cuanto antes puedan a su ministro y siervo
(1 R 5,5-6). El capítulo siguiente ordena que los propios hermanos interesados,
«en cualesquiera lugares estén, si no pueden observar nuestra vida (o sea, la
Regla), recurran cuanto antes puedan a su ministro haciéndoselo saber» (1 R
6,1). Ahora bien, 1 R 5 debe compararse con 2 R 7, que se refiere con más
precisión a pecados graves por los que se debe recurrir, no a cualesquiera
ministros, sino a solo los ministros provinciales. Por otro lado, hágase lo
mismo con 1 R 6 y 2 R 10. Es verdad que tampoco guardan espiritualmente la
Regla quienes cometen pecados graves; pero en la redacción aprobada por el papa
Honorio se ha querido distinguir mejor entre el recurso a que están obligados
quienes cometen estos pecados (2 R 7; 1 R 5), y el derecho que tienen a
recurrir los que no pueden guardar espiritualmente la Regla (2 R 10; 1 R 6).
Del
primer caso habla 2 R 7. Ya no queda la cosa tan vaga e imprecisa como en 1 R
5, sino que se declara taxativamente tratarse de pecados mortales reservados a
los ministros provinciales, por lo que están obligados a recurrir los mismos
hermanos, sin esperar a la triple amonestación de los frailes, etc. Por lo
demás, se advierte que en este capítulo se quería precisar el texto de 1 R 5,
porque a continuación se recoge con ligeras variantes la advertencia de que
«todos los frailes, tanto los ministros y siervos como los demás hermanos,
deben cuidar de no airarse o turbarse por el pecado o mal ejemplo de otro,
porque el diablo, con el pecado de uno, quiere dañar a muchos. Pero ayuden
espiritualmente, como mejor puedan, al que pecó...» (1 R 5,7-8). El cambio se
introdujo, al parecer, por las dificultades y dudas que, según Goetz, Fr. Elías
o algún otro ministro presentó a san Francisco sobre el modo de proceder con
algunos pecadores, a lo que el Santo respondió con el texto que tenía preparado
para su aprobación por el Capítulo de Pentecostés (de 1223?) y que, algo
modificado, se conservó en 2 R 7. «De todos los capítulos que hay en la Regla y
que tratan de los pecados mortales (además del cap. 5, son los caps. 13, 19 y
20) haremos, con la ayuda del Señor y el consejo de los hermanos, en el
Capítulo de Pentecostés, el siguiente capítulo: si alguno de los hermanos, por
instigación del enemigo, pecare mortalmente, esté obligado por obediencia a
recurrir a su guardián (si bien luego se reservarían algunos pecados "a
solos los ministros provinciales")...» (Cta M 13-14).
Del
segundo caso, una vez deslindados los campos con la claridad necesaria, se
ocupa 2 R 10, que modifica también un poco el texto de 1 R 6, pues donde éste
decía: «Los hermanos, en cualesquiera lugares estén, si no pueden observar
nuestra vida... », la nueva redacción reza: «Y dondequiera estuvieren los
hermanos, que supiesen y conociesen no poder guardar espiritualmente la Regla,
a sus ministros deban y puedan recurrir». Dice el texto: a sus ministros, no
necesariamente provinciales, sino aun los que en la Carta a cierto Ministro se
llaman guardianes, aunque este vocablo, usado también en el Testamento, no
entra aún en los documentos oficiales como la Regla bulada. Pero volviendo al
tema, es interesante leer el comentario que Fr. Ángel Clareno, el cabecilla de
los «espirituales», hace de este párrafo, apelando a los rótulos de Fr. León.
Se puede apreciar que deforma un poco -se trata del siglo XIV- la tradición
primitiva por su interés en atribuir a S. Francisco la exigencia de una
interpretación literal de la Regla; pero por lo demás, entiende de un modo
obvio para su tiempo el sentido general del párrafo, que no está en litigio.
«Después
que el Papa -refiere Clareno- hubo examinado diligentemente cuanto se contenía
en la Regla, dijo a san Francisco: Bienaventurado aquel que, fortalecido por la
gracia de Dios, guardare fiel y devotamente esta Regla... Con todo hay unas
palabras que podrían ser ocasión de ruina a los frailes no bien fundados en el
amor de la virtud y proporcionar a la religión motivo de división y escándalo;
a saber, aquellas del cap. 10 en que se dice "dondequiera estén los
hermanos, que supiesen y conociesen no poder guardar la Regla pura y
sencillamente y a la letra y sin glosa, a sus ministros deban y puedan
recurrir. Mas los ministros estén obligados por obediencia a acceder benigna y
liberalmente a las peticiones de tales hermanos. Y si no quisieren hacer esto,
dichos hermanos tengan licencia y obediencia de observar literalmente la Regla,
porque todos los hermanos, tanto ministros como súbditos, deben estar sujetos a
la Regla". Quiero, pues, que estas palabras se modifiquen de modo que se
aparte de los hermanos y de la religión todo peligro y ocasión de división.
»Respondióle
san Francisco: No soy yo, sino Cristo, quien puso estas palabras. Ni debo ni
puedo cambiar las palabras de Cristo. Pues ha de ocurrir que los ministros y
quienes gobiernan a los demás hermanos harán pasar muchas y amargas
tribulaciones a los que quieran guardar la Regla literal y fielmente. Así,
pues, como la voluntad y obediencia de Cristo es que esta Regla y vida, que es
suya, se entienda y se guarde literalmente, vuestra voluntad y obediencia debe
ser que así se haga y escriba en la Regla.
»Díjole
entonces el Papa: Hermano Francisco, yo lo haré de modo que, atemperado el
tenor literal de la Regla y guardándose plenamente el sentido de las palabras,
los ministros entiendan que están obligados a proceder como quiere Cristo y
ordena la Regla, y los hermanos entiendan asimismo que gozan de libertad pura y
sencillamente la Regla».
Hagamos
algunas observaciones a este interesante relato, editado por Sabatier y
reproducido por Böhmer. Por de pronto se advierte el interés en dar una
interpretación partidista a los términos de encarecimiento que el Santo emplea
en el Testamento (más que en la Regla) para exhortar a la guarda fiel de la
Regla. Si las expresiones «pura y sencillamente» y «sin glosa» son realmente
del Testamento -y tal vez están trasladadas del Testamento a este pretendido
texto original de 2 R 10, que no parece literalmente trascrito, sino
reproducido más o menos de memoria-, no se puede decir lo mismo de
«literalmente» y «a la letra», que no se encuentra en otros escritos del Santo,
y que además se hacen sospechosas por la insistencia. Se trata, sin duda, de
una glosa de los «espirituales», que quieren entender a su modo los términos
«pura y sencillamente» y otros parecidos, y que darán la forma definitiva a su
interpretación en la leyenda de Fontecolombo.
En
segundo lugar, se observa cómo muchos frailes entendieron pronto la observancia
espiritual de la Regla en sentido de observancia literal, a la letra, tal vez
en oposición a quienes descuidaban demasiado la letra al tener que hacer
ciertas adaptaciones.
Por
lo demás, el lenguaje que se atribuye al Santo, con cierto tono de
insubordinación, y las quejas contra los prelados que harían pasar grandes
tribulaciones a los celantes, más parecen de los «espirituales» que de san
Francisco. La apelación al dictado de Cristo puede ser una dramatización del
origen divino atribuido por el mismo Francisco a su norma de vida: El Señor me
reveló... Pero queda en firme, reducidas a su justo significado las glosas
literalizantes, que los hermanos que no pueden guardar la Regla
espiritualmente, es decir, pura y sencillamente, y sin glosa, según las
exigencias del espíritu, puedan y deban recurrir a sus ministros, y que los
ministros estén obligados a acceder a la demanda facilitándoles la observancia
espiritual de la Regla, a la que todos están sometidos.
SOBRE
TODAS LAS COSAS
Se
ve, pues, claramente que el movimiento ascendente de las normas y exhortaciones
de la Regla señala como una de sus cumbres principales aquel párrafo del cap.
10,9, en que se exhorta a los hermanos a «desear tener sobre todas las cosas el
espíritu del Señor y su santa operación», es decir, que el espíritu del Señor
obre en nosotros para que en su virtud podamos «orar siempre a Dios con puro
corazón, tener humildad, paciencia... ». Se emplean palabras de sumo
encarecimiento con cierto matiz paulino: «Amonesto también y exhorto en el
Señor Jesucristo» (2 R 10,7), que tienen su paralelo en el cap. 3, donde se
recomienda la práctica de las bienaventuranzas evangélicas: «Aconsejo también,
amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo» (2 R 3,10). No se
puede decir que se trate aquí de recomendaciones menos importantes porque no se
redactan en términos que signifiquen prohibición o precepto; pues precisamente
en este contexto aparece como cosa secundaria la prohibición de andar a
caballo. «Sean benignos, pacíficos y moderados, mansos y humildes, afables y
corteses con todos, evitando el hacer ostentación andando a caballo...» (2 R
3,11).
Ahora
bien, si hay que buscar ante todo el espíritu del Señor y obrar bajo su
influjo, será necesario liberarse en primer lugar del espíritu de la carne;
pero además habrá que dejar abiertas las puertas para que el dinamismo y
vitalidad perenne de ese principio superior desarrolle sin trabas su acción
saludable. Habrá que superar, pues, pero no destruir, la fijeza e inmovilidad
de la letra y del derecho escrito, que podrá variar según los tiempos y lugares
para adaptarse a las circunstancias. De hecho, san Francisco dejará algunos
puntos sujetos a la interpretación responsable, según parece, de los frailes
individuales, si bien luego, para mayor garantía, se exigirá también en estos
casos el juicio de los ministros. «Aquellos a quienes la necesidad obligare
puedan usar calzado» (2 R 2,15), sin que en parte alguna conste de modo más
explícito la prohibición de llevar calzado. «En tiempo de manifiesta necesidad
no estén obligados los hermanos al ayuno corporal» (2 R 3,9), donde se califica
de corporal uno de los modos de ayunar, para dar a entender que el ayuno
espiritual obliga siempre. «Y no deben ir a caballo, a menos que se vean
precisados por manifiesta necesidad o enfermedad» (2 R 3,12). Otros puntos se
dejan al juicio de los ministros, que decidirán en cada caso lo que según Dios,
o según el espíritu, mejor les parezca.
Se
pueden destacar aspectos aún más revolucionarios. Hemos visto la tendencia de
san Francisco a entender ciertas virtudes, como la pobreza y la obediencia, no
sólo en su sentido propio sino en un sentido espiritual más amplio. Pues bien,
de este modo se ha de interpretar también la fuga del mundo. No abandona la
compañía de los hombres, ni se mete en un monasterio aislado; con todo, escribe
en su Testamento: «Y poco después me aparté del siglo». De hecho sale
espiritualmente del siglo, porque hace profesión de vivir «según el espíritu»,
dejando las tres concupiscencias que, en expresión de S. Juan, impiden la
caridad y caracterizan el mundo. Por lo que podrá hacer constar en 1 R 22,9 y
18-19: «Mas ahora que hemos abandonado el mundo, nada tenemos que hacer sino
ser solícitos en seguir la voluntad del Señor y en agradarle... Dejemos, pues,
como dice el Señor, que los muertos entierren a sus muertos, y guardémonos de
la malicia y sutileza de Satanás que quiere que el hombre no tenga su espíritu
y su corazón hacia el Señor Dios». Y desde este punto de vista, ruega el Santo
a todos sus hermanos, «en santa caridad, que es Dios, que, removido todo
impedimento y pospuesto todo cuidado y desasosiego, de la mejor manera que les
sea posible, deban servir, amar, adorar y honrar al Señor Dios con limpio
corazón y puro espíritu, que es lo que El quiere sobre todas las cosas» (1 R
22,26).
Con
este criterio sano, aplicado «pura y sencillamente» a las más diversas
situaciones, se puede y se debe adaptar la Regla a todos los tiempos y lugares.
No estará desde luego conforme con la mente de san Francisco la actitud de
quien se abstiene, según el rigor jurídico del texto, de andar a caballo, o de
recibir dinero, pero, una vez guardada la Regla a la letra, no tiene reparo
quizá en usar, no sin cierta ostentación, algunos medios de locomoción
considerados como lujosos. De hecho ocurre que, en algunos casos, ciertas
dispensas, recibidas con esta mentalidad literalista, producen efectos
desastrosos. El precepto, cuyo cumplimiento material no tenía quizá sentido,
pero cuya finalidad era de una gran importancia, queda totalmente esterilizado.
Se forma la conciencia de que, si hay dispensa de la prohibición de recibir
dinero, ya no tiene otra aplicación ese precepto. Mientras que, si se
interpreta y se adapta según el espíritu y según la mente de san Francisco,
sigue conservando toda su fuerza aun en los casos en que su observancia
material no se considera obligatoria.
EPÍLOGO
Desde
luego, san Francisco, que desde su punto de vista considera ante todo la Regla
como espíritu y vida, realiza con flexibilidad adaptaciones, como la de aplicar
al estudio, en la Carta a san Antonio, la norma que directamente sólo se
refería al trabajo manual en 2 R 5,1-2. Hubiera podido creer alguno que el
Santo era contrario al estudio por aquellos de 2 R 10,7: «Y los que no saben
letras, no se cuiden de aprenderlas»; pero, al proponérsele el problema en
relación con S. Antonio, contesta: Está ya provisto en la Regla, donde se habla
del trabajo. Me place, pues, que expliques la teología a los hermanos a condición
de que por el estudio no se apague el espíritu de oración, «como se contiene en
la Regla» (CtaAnt). Y efectivamente, en 2 R 5,1-2, se lee: «Los hermanos, a
quienes el Señor dio la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de
modo que, evitado el ocio, enemigo del alma, no apaguen el espíritu de la santa
oración y devoción, al cual deben servir las demás cosas temporales». Y otra
vez nos encontramos aquí, no simplemente con la oración, sino con el espíritu
de oración, frase que luego se ha hecho tópica y ha perdido su vigor primitivo.
Dice san Pablo a los Tesalonicenses: «Estad siempre gozosos y orad sin cesar.
Dad en todo gracias a Dios... No apaguéis al Espíritu. No despreciéis las
profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno?» (1 Tes 5,16-21). Y lo que el
Apóstol dice, sobre todo en relación con las manifestaciones carismáticas del
«espíritu», san Francisco lo aplica principalmente al espíritu de oración y
devoción, al que deben subordinarse las demás cosas temporales. Hay que vivir
según el espíritu, según ese espíritu del Señor, cuya operación hace que oremos
a Dios con puro corazón, y tengamos humildad y paciencia en la persecución y
enfermedad, y amemos a nuestros enemigos, etc.