Pax et Bonum

miércoles, 9 de julio de 2014

EL ESPÍRITU EN LA REGLA Y VIDA DE LA OFM.

El Espíritu Santo Paráclito que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho. Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! (Jn 14,26-27)

EL «ESPÍRITU» EN LA REGLA Y VIDA DE LOS HERMANOS MENORES
               
Uno de los rasgos que más llama la atención en la espiritualidad de san Francisco es su constante apelación al «espíritu», su preocupación de que todo se haga según el espíritu, su interés en que se guarde la Regla espiritualmente. Estas expresiones a veces se combinan con frases que aluden a la inspiración divina. El deseo de abrazar la vida franciscana se considera explícitamente como un efecto de la inspiración divina: «Si alguno, por inspiración divina quisiere abrazar esta vida y viniere a nuestros hermanos...» (1 R 2,1). Y lo mismo, el deseo de ir entre infieles: «Cualquiera de los hermanos que por divina inspiración quisiere ir entre sarracenos y otros infieles...» (2 R 12,1; cf. 1 R 16,3).

Es claro que inspiración, en estos casos, no se ha de interpretar en sentido estricto místico, pero se quiere dar a entender que se trata de actos que se realizan por motivos sobrenaturales y, aún más, por impulsos internos personales que, conforme a las reglas del discernimiento de espíritus, aplicadas más bien con espontaneidad intuitiva, se reconocen proceder de Dios o del Espíritu Santo, y no de la carne o de la voluntad humana. Así los candidatos a la Orden deberán vender sus bienes y distribuirlos entre los pobres si pueden espiritualmente, aunque en caso de impedimento, les bastará tener voluntad espiritual (1 R 2,4 y 11); y en cuanto al modo de la distribución: «libremente hagan de sus cosas lo que el Señor les inspirare» (2 R 2,7), cuidando, no obstante, de no obrar por motivos carnales (cf. 2 Cel 81). Este es también el sentido de frases como éstas: «a no ser que a los ministros les pareciere otra cosa según Dios» (2 R 2,10); «como vieren que mejor conviene según Dios» (2 R 7,2).

En todo caso, se ve que el seráfico Padre vive bajo la influencia del Espíritu Santo y quiere que sus hermanos obren también siempre bajo la misma influencia, y cuida de que esta libertad espiritual o derecho a vivir según el espíritu no se coarte en la vida de su fraternidad, y aun llega a afirmar que el verdadero Ministro general de la Orden es el Espíritu Santo y le hubiera gustado hacerlo constar así en la misma Regla, pero el estar ya aprobada por bula pontificia no se lo permitió (2 Cel 193). Todos los hermanos deben, pues, buscar ante todas las cosas «tener el espíritu del Señor y su santa operación» y guardar la Regla espiritualmente (2 R 10,9 y 4). Pero ¿qué se quiere decir exactamente con estas palabras? ¿Qué es este espíritu?

Procuraré responder al problema a base de los escritos personales de san Francisco, particularmente de las dos Reglas, del Testamento y de las Admoniciones, aunque no se ha de olvidar que éstas, más que avisos espirituales literalmente dictados por el Santo, parecen notas y resúmenes elaborados por los discípulos que le escuchaban, según se deduce de ciertos matices de estilo y del uso de palabras como «religioso» para calificar a los hermanos, «prelado» para los ministros, etc.

ESPÍRITU Y LETRA

Tanto en san Pablo como en san Francisco el espíritu se define no ya tan sólo, ni principalmente, en contraste con la letra, sino sobre todo en oposición con la carne. Junto al binomio espíritu-letra hay que destacar, pues, el binomio, no menos importante, espíritu-carne, si queremos entender bien a S. Francisco. En todo caso es preciso que examinemos primero el significado de espíritu en contraste con la letra.

Ahora bien, el espíritu, en cuanto se contrapone a la letra, significa la gran revolución obrada por la gracia de Cristo en el Nuevo Testamento. El espíritu se relaciona con el Espíritu Santo, que Cristo promete a sus discípulos y que producirá en ellos una nueva vida y que iluminará constantemente las mismas enseñanzas de Cristo y les dará una movilidad viva para que se adapten a las diferentes situaciones de la historia y de la existencia humana, y que impedirá que el mismo texto escrito de la Biblia se convierta en letra rígida y yerta, pues lo animará, como quien dice, con su soplo renovador para reactualizarlo en todas las épocas. «Estas cosas os he dicho mientras estaba con vosotros. El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, os enseñará todo y os recordará cuanto os he dicho» (Jn 14,26). «Muchas cosas tengo todavía que deciros, pero no podéis llevarlas ahora. Mas cuando venga él, el Espíritu de Verdad, os enseñará la verdad entera... y os instruirá en las cosas que están por venir» (Jn 16,12-14).

No hay duda que san Francisco apela constantemente a este Espíritu Santo que, hasta la consumación de los siglos, derrama luz y vida sobre las Escrituras y sobre las verdades enseñadas por Cristo.
En un contexto más amplio todavía, san Pablo se proclama ministro del Nuevo Testamento, de esa Nueva Alianza, «no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata y el espíritu vivifica» (2 Cor 3,6). La letra es el texto de la Ley, que por sí sólo no da fuerza para practicar la justicia. La letra mata, porque enseña el camino y prescribe lo que se ha de hacer; pero, al multiplicar los preceptos sin comunicar la fuerza para cumplirlos, hace abundar el pecado. Tal es la doctrina paulina que se trasluce de 1 Cor 15,16 y de Gal 3,10 y 19-22, etc. Y tal es la idea que resalta en la conclusión de Jn 1,17: Moisés, al dar la Ley, enseñó el camino; pero sólo en Cristo se cumplen las promesas y se hacen verdad las profecías, y se nos da la gracia, que es principio interno de nueva vida.

San Francisco, al adaptar a su intento las expresiones de san Pablo y san Juan, parte del supuesto de que las palabras de la Sagrada Escritura, y aun las de los teólogos y predicadores eclesiásticos, se ordenan por su naturaleza a alimentar y fomentar la vida del alma, por lo que en sí mismas no son mera letra estéril, sino espíritu y vida, aunque pueden resultar estériles por la actitud psicológica de quien las lee o las escucha, como el Antiguo Testamento, que, desligado de Cristo, carecía de virtud vivificante para los israelitas.

Así, de las palabras que en su primera Carta dirigió a todos los fieles, dirá, con expresión tomada de Jn 6,64, que son espíritu y vida, y recomendará que se lean y escuchen «con santa operación», es decir, haciéndolas producir obras santas, puesto que en caso contrario no serían sino letra muerta. Y la misma frase emplea también en el Testamento al recomendar a sus hermanos que honren y veneren «a todos los teólogos y a quienes administran las santísimas palabras divinas como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 13).

Desde este punto de vista, al explicar en la Admonición 7 las palabras de san Pablo «la letra mata y el espíritu vivifica», en realidad no hará sino destacar la manera de proceder del hombre no espiritual en un caso determinado, es decir, en relación con la inteligencia de las S. Escrituras. No le interesa, pues, a S. Francisco hacer ver cómo la Ley Antigua, la letra, enseñaba el camino, pero no daba la fuerza interior para recorrerlo, mientras que el Nuevo Testamento nos trae la gracia como principio de nueva vida que desde dentro nos impulsa a practicar el bien, sino que prefiere llamar la atención sobre la posibilidad, que también en el N. T. existe, de que la carne impida la influencia del espíritu. Y en este sentido declara que «son muertos por la letra aquellos que tan sólo desean saber las palabras para ser tenidos por más sabios o para poder adquirir grandes riquezas y distribuirlas entre parientes y amigos; y entre los religiosos (especialmente) son muertos por la letra aquellos que no desean seguir el espíritu de la letra divina, sino que más bien anhelan conocer tan sólo las palabras a fin de interpretarlas para los demás; y son vivificados por el espíritu de la divina letra aquellos religiosos que no aplican al cuerpo (es decir, no utilizan para satisfacción de la carne, del egoísmo o del orgullo) la letra que saben o desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo la devuelven al Señor Altísimo, de quien es todo lo bueno» (Adm 7).
En otras palabras, san Francisco quiere decirnos que, si bien en sí, las S. Escrituras son espíritu y vida, de hecho pueden ser utilizadas no según el espíritu, sino según la carne. El espíritu nos impele a considerarlas como programa de vida que debe traducirse en frutos de virtud, santidad y buenas obras; mientras que la carne tiende a buscar, también en ellas, la satisfacción del orgullo o del ansia de riquezas.

Es de notar la expresión «el espíritu de la letra» con que el seráfico Padre subraya su modo de entender el problema. No hay oposición, quiere decirnos, entre la letra y el espíritu, sino que ambos elementos pueden relacionarse entre sí como el alma con el cuerpo o como el meollo con la corteza; pero si se busca la letra solamente, y no el espíritu de la letra, uno puede quedar con sola la corteza o con solo el cuerpo sin alma.

En todo caso, ya se ve que para una recta interpretación del significado de espíritu en san Francisco, hay que recurrir a su doctrina sobre el espíritu y la carne.

SIGNIFICADO FUERTE DE «ESPÍRITU»

Pero antes de examinar los textos correspondientes, conviene recordar que muchos términos que ahora tienen un sentido metafórico, débil, diluido, conservan aún en los escritos de S. Francisco su significado fuerte y pleno. Edificar o decir palabras de edificación no es para él sinónimo de causar impresión más o menos agradable y estéril con frases edificantes convencionales, sino contribuir de modo eficaz al crecimiento espiritual de las almas y al desarrollo progresivo de ese edificio simbólico de la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo. Y en este sentido maldice a los que con su mal ejemplo destructor o des edificante destruyen lo que por los hermanos santos se edifica (2 Cel 156).

Cosa parecida debe decirse de espiritual y espíritu. No basta atribuir a estas palabras el significado débil, metafórico o tópico, que está en uso ahora. No basta oponer espiritual a corporal para aplicar el primer término a todo lo que no es visible, tangible y concreto. Si uno no está presente con el cuerpo en algún lugar, se puede decir -aun en el uso actual- que asiste en espíritu, con la intención, con el deseo. Si uno no es hermano en el sentido propio de la palabra, pero afectiva y moralmente se relaciona con alguno como un hermano con otro, se dirá que es hermano en espíritu. Pero cuando san Francisco emplea estos términos, quiere expresar en general algo más que esas relaciones aéreas, impalpables. Él piensa de un modo preciso, no en el espíritu humano, sino en el Espíritu Santo, y en el influjo que este Espíritu divino ejerce en las almas, y en la vida sobrenatural que alimenta en ellas, y en los impulsos santos que les comunica. El espíritu no siempre es precisamente la Tercera Persona de la Trinidad, pero, aun si se refiere al hombre, alude al hombre puesto bajo el influjo de ese Espíritu Santo. El espíritu es, pues, como en san Pablo, no una simple buena voluntad humana, sino el principio interno sobrenatural de una vida nueva y la raíz de actos de virtud y santidad que están por encima de la esfera puramente humana.

Léase, por ejemplo, la primera de las Admoniciones del Santo: «Como Dios es espíritu, no puede ser visto sino en espíritu; porque el espíritu es el que da vida, mientras que la carne nada aprovecha (Jn 6,65). Ni el mismo Hijo, en cuanto es igual al Padre, puede ser visto por nadie de otro modo que el Padre, o de otro modo que el Espíritu Santo. Por lo cual, todos los que vieron al Señor Jesucristo según la humanidad y no vieron ni creyeron según el espíritu y la divinidad que él era el Hijo de Dios, fueron condenados. Y lo mismo ahora, quienes ven el Sacramento del Cuerpo de Cristo... y no ven y creen secundum spiritum et divinitatem que se trata verdaderamente del Cuerpo y de la Sangre de N. S. Jesucristo, son condenados». Ver y creer según el espíritu es, pues, realizar bajo el influjo del Espíritu Santo esa operación misteriosa por la que el espíritu humano, elevado al orden sobrenatural, se adhiere y se entrega por la fe a la Verdad revelada.

Esto se manifiesta con más claridad aún en la frase un poco enigmática que viene a continuación en la misma Admonición: «De donde, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor»; ese espíritu del Señor que, según la Regla de 1223, los hermanos «deben desear tener sobre todas las cosas», así como «su santa operación» (2 R 10,9), y sin el cual no se está en disposición de recibir provechosamente la Eucaristía; por lo que «todos los que no tienen el espíritu del Señor y osan recibirlo (materialmente) comen y beben su condenación». Hemos de procurar tener ese espíritu del Señor para obrar espiritualmente, según el espíritu, para creer según el espíritu, y para descubrir según el espíritu, con los ojos espirituales de la fe, y no sólo con la luz de la inteligencia, las realidades divinas que se ocultan bajo las apariencias materiales. Y entonces, así como los Apóstoles con los ojos de la carne no veían sino la carne de Cristo, pero mirando con los ojos del espíritu creían que era Dios, del mismo modo nosotros, al ver con los ojos del cuerpo el pan y el vino, descubrimos con los del espíritu «que están allí su cuerpo y sangre vivos y verdaderos» (Adm 1).

En la Carta a todos los fieles, en la sección más especialmente dirigida a los religiosos, «que se apartaron del siglo», insiste el Santo en la necesidad de mortificar «nuestros cuerpos con los vicios y pecados», para no vivir según la carne, sino según el espíritu y observar «los preceptos y consejos de N. S. Jesucristo», porque no debemos ser «sabios según la carne», sino «sencillos, humildes y puros»; de modo que se cumpla en nosotros lo que se anuncia en los Sagrados Libros: «El Espíritu del Señor descansará sobre ellos (Is 11,2), y hará en ellos su habitación y morada (Jn 14, 23), y serán hijos del Padre celestial (Mt 5,45), cuyos mandatos cumplen, y son esposos, hermanos y madres de N. S. Jesucristo». San Francisco tiene, pues, conciencia clara de la acción del Espíritu Sato en las almas, y sabe que este Espíritu del Señor, anunciado por Isaías, quiere hacer habitación y morada en ellas para que, bajo su influjo, los hermanos vivan espiritualmente y tengan nuevas y peculiares relaciones de esposos, madres y hermanos con Jesucristo (2CtaF 36ss).

Constituyen casi una obsesión en san Francisco la presencia y el influjo del Espíritu Santo en las almas. La manifestación fundamental del espíritu del Señor consistirá por lo mismo en reconocer siempre que es Dios quien obra todo bien en nosotros, y en no apropiarnos las buenas obras que Él hace en nosotros y en no gloriarnos por ellas, y en no mirar con envidia el bien que realizan otros, porque es Dios quien lo realiza en ellos. «Comer del árbol de la ciencia del bien» significa para él apropiarse el bien de Dios, apropiarse la propia voluntad y gloriarse «por los bienes que el Señor dice y obra en él» (Adm 2). Y esta actitud la considera como pecado fundamental contra la obediencia debida al Altísimo. Envidiar al prójimo por el bien que lleva a cabo es como un pecado de blasfemia, porque «nadie puede decir Señor Jesús, sino movido por el Espíritu Santo»; y si es el Espíritu Santo el principio que mueve al prójimo a hacer el bien, a obrar según el espíritu, «quien envidia a su hermano del bien que Dios dice y obra por él, comete un pecado de blasfemia, porque envidia al muy Alto, que dice y obra todo bien» (Adm 8). Por lo que se puede concluir que el criterio para conocer si se tiene el espíritu del Señor es que, cuando el Señor obra algún bien por medio del hombre, no por eso se enorgullece la carne, sino que se considera más despreciable y se juzga el menor de todos los hombres (Adm 12).

Así se puede entender también lo que se dice en 2 R 6,8 de los hermanos espirituales comparados con el hijo carnal a quien tanto ama la madre, si bien en este caso la frase no parece ser, en su forma actual, del mismo san Francisco, como lo revela la comparación con 1 R 9,11; por otra parte, carnal no significa aquí algo contrario al espíritu, sino tan sólo un hijo según la carne o la ley de la generación física humana, al que puede contraponerse un hermano espiritual en sentido metafórico amplio.

ESPÍRITU Y CARNE

Recordemos ahora, brevemente, la conocida doctrina paulina sobre el espíritu y la carne. Hay contraste, pero no oposición entre la letra y el espíritu, entre la Ley y el Evangelio. «Sabemos que la ley es espiritual; pero el caso es que yo soy carnal, esclavizado al pecado» (Rm 7,14); y por eso, la ley que se ordena a la vida y que ilumina, pero que no da por sí nueva vida se me convierte en ocasión de pecado (Rm 7,11). Ahora bien, esta ley, que era buena y ordenada a la vida, y espiritual o conforme a las exigencias del espíritu, pero insuficiente, halla su cumplimiento y realización plena en la Nueva Alianza, en Cristo. No estamos, pues, bajo la Ley, sino que llevamos dentro un nuevo impulso vital que nos hace cumplir la Ley con más perfección y amplitud, no por imposición externa de mandatos legales, sino por necesidad interna y por la virtud divina que el Espíritu Santo infunde en nuestras almas. La letra está, pues, superada por el espíritu (Rm 7,6). Pero si la letra está ya superada y es cosa vieja, no por eso se desarrolla el espíritu sin ninguna traba. Se nos ha infundido un nuevo principio de vida; pero no se ha anulado aún de modo definitivo la vieja raíz humana, el hombre viejo, que se llama también carne. Y entre la carne y el espíritu no sólo hay contraste, sino verdadera oposición irreductible (Gál 5,17).
Pongamos en claro nuestra situación actual según la Epístola a los Romanos. Subsiste la lucha, pero ya no somos como esclavos que estamos sometidos a una ley externa, sino que hay en nosotros una fuerza que nos empuja a hacer el bien y a sobreponernos a las inclinaciones del hombre viejo. Dios envió a su Hijo, revestido de nuestra naturaleza humana, con una carne semejante a nuestra carne que nos lleva al pecado, «para condenar el pecado en la carne, a fin de que se cumpliese la justicia de la ley en nosotros, que no caminamos según la carne, sino según el espíritu. Puesto que quienes viven según la carne, desean las cosas de la carne: y en cambio quienes viven según el espíritu, desean las cosas del espíritu... Ahora bien, los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, si de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,4-9).

No hay ninguna dificultad en identificar este Espíritu de Dios con el espíritu del Señor, que S. Francisco quiere que sus hermanos busquen ante todas las cosas (2 R 10,9). Pero, para conseguirlo, es preciso que mortifiquemos con la fuerza del espíritu las obras de la carne. «Puesto que no somos deudores de la carne, para que debamos vivir según la carne. Con todo, si vivís según la carne, moriréis; mas, si por el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis»; es decir, dominará en vosotros el principio de la nueva vida divina, por la que somos hijos de Dios y herederos del cielo, «pues los que son llevados por el espíritu de Dios, esos son hijos suyos» (Rm 8,10-14).

Tal es la doctrina. Pero su aplicación recta y ordenada exige que se conozcan y concreten los impulsos del espíritu y los impulsos de la carne, que se practique con simplicidad y pureza el imprescindible discernimiento de espíritus. San Pablo da unas grandes líneas directrices en su Epístola a los Gálatas: «Caminad según el espíritu y no satisfagáis los deseos de la carne; porque la carne tiene inclinaciones contrarias al espíritu, y el espíritu, contrarias a la carne... Conocidas son las obras de la carne: fornicación, impureza, lujuria, idolatría, magia, odios, contiendas, celotipia, riñas, altercados, discordias, facciones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes... Fruto del espíritu son en cambio: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, mansedumbre y templanza». Ahora bien, concluye el Apóstol: «Si vivimos del Espíritu, ordenemos nuestra conducta según el espíritu» (Gál 5,16-25). Ya se sabe que en la versión Vulgata la lista de tales frutos y obras es más larga todavía por desdoblamiento explicativo de algunos términos del original griego, y es evidente que aún podría ampliarse el cuadro si se quisieran enumerar casuísticamente más manifestaciones. Pero bastan estos ejemplos para comprender la aplicación que S. Francisco hace de estas enseñanzas del Apóstol.

Desde luego es fácil advertir que carne ni en san Pablo ni en san Francisco tiene el significado restringido y limitado de instinto carnal que lleva al pecado de lujuria. Es verdad que también la fornicación y la impureza son para el Apóstol obras de la carne; pero no son sólo éstas, sino que se destacan además «los odios, riñas, envidias, etc.». San Francisco por su parte trata de penetrar hasta el fondo del problema y descubre como raíz de las obras de la carne esa especie de sutil soberbia que lleva al hombre a apropiarse los dones divinos y a enorgullecerse con ellos y a buscar en todo, sin excluir estos dones de Dios, la satisfacción de su múltiple egoísmo. Se podrá, pues, conocer que el religioso tiene el espíritu de Dios, «si su carne no se gloría cuando el Señor obra por él algún bien...» (Adm 12). No se alude aquí para nada a los instintos carnales en sentido estricto. Si alguna vez hay que tratar de los peligros contra la castidad y del comportamiento con las mujeres y del castigo de los fornicadores, san Francisco lo hará en 1 R 12 y 13 sin traer a colación la doctrina del espíritu y de la carne, de la que por lo demás hace un uso tan amplio en la misma Regla al referirse a los hermanos que proceden carnalmente en vez de vivir según el espíritu. Se puede, pues, decir que S. Francisco interioriza y espiritualiza más la doctrina de S. Pablo, y la relaciona más directamente con la vida religiosa, y la pone ya como base del examen de conciencia de los hermanos y del ejercicio del discernimiento de espíritus, que alcanzará mayor desarrollo en épocas posteriores.

En efecto, san Francisco, que tanto apreciaba la libertad de espíritu y que tan directamente iba al amor, es con todo un gran maestro del examen de conciencia y del análisis de los diversos movimientos interiores. No hay en él rastro de esa oposición que algunos suelen querer observar entre el camino del amor y el camino de los exámenes, de los que hay tan buenos modelos en las Admoniciones, sino que precisamente el fin de estos análisis interiores es poner al descubierto ciertas mañas arteras de la carne para que no se frustre nuestro propósito de vivir según el espíritu. Y es interesante, desde este punto de vista, señalar las locuciones que emplea para caracterizar los diversos movimientos del alma. Ante todo, la palabra espíritu se utilizará para significar el influjo del Espíritu Santo y para calificar al alma que obra bajo la acción o inspiración divina; pero, según los casos, se hablará también del espíritu de la carne como contrario al espíritu del Señor, de modo que, si bien la carne y el espíritu son principios opuestos, también el influjo de la carne se concebirá a modo del influjo contrapuesto de la gracia.

Desde esta perspectiva, recomendará el seráfico legislador, en 1 R 17, a todos sus hermanos, clérigos y no clérigos, que sean humildes en todo, y que «no se gloríen, ni se gocen en sí mismos, ni se enorgullezcan por las buenas palabras u obras, ni por bien alguno que el Señor dice o hace y obra alguna vez en ellos y por ellos», porque nada de esto es nuestro. Debemos más bien guardarnos de la sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne; pues el espíritu de la carne se queda con la letra que, entendida según la Admonición 7, mata, ya que «busca y se afana mucho por las palabras -para tener conocimientos y exhibirlos en la predicación-, pero se preocupa poco de las obras, y quiere y desea una religión y una santidad que se muestren al exterior ante los hombres». Es natural que el Santo no sólo descubra las tretas de la carne, sino que enumere también, a su modo, los frutos del espíritu al declarar que el espíritu del Señor busca la mortificación, las humillaciones, la paciencia, la pura simplicidad, la verdadera paz del espíritu, y sobre todas las cosas desea el temor divino y la divina sabiduría y el divino amor. Y en forma más compendiosa, en 2 R 10, vuelve a mencionar los elementos fundamentales de la operación del Espíritu Santo en nosotros: «Sobre todas las cosas deben desear tener el espíritu del Señor y su santa operación», cuyos frutos en resumen son «orar siempre a Dios con puro corazón, tener humildad, paciencia -o perfecta alegría- en la persecución y enfermedad, y amar a los que nos persiguen, reprenden o acusan».

INSPIRACIÓN Y ESPÍRITU

Desde luego hay casos en que parecen explicarse y completarse mutuamente, como frases paralelas, algunas locuciones con las que se recomienda proceder espiritualmente o se alude a una inspiración divina. Así, en 1 R 5,6, se ordena que se pongan en manos del ministro a los hermanos que no se enmiendan después de la tercera amonestación, y se añade que el ministro «haga de él como mejor le pareciere según Dios». Y en el párrafo siguiente se insiste en que nadie debe turbarse o airarse por el pecado de otro, sino que más bien «ayuden espiritualmente, como pudieren, al que pecó». En 1 R 16,3 (cf. 2 R 12,1) se habla de los hermanos que «por divina inspiración quisieren ir entre sarracenos y otros infieles»; y a continuación (v. 5) se concreta que estos hermanos «pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos maneras»; y aun se añade que pueden pasar de la predicación o testimonio del ejemplo al de la palabra «cuando vieren que ello place a Dios». En 1 R 2 se ordena que el candidato a la Orden, «si quiere y puede espiritualmente sin impedimento, venda todas sus cosas...», y que, si no puede dar sus bienes «sin impedimento y tiene voluntad espiritual», le basta con que los abandone. Y en 2 R 2 se advierte a los hermanos y a sus ministros que no tengan solicitud por los bienes de los candidatos, «para que libremente hagan de sus cosas lo que el Señor les inspirare».

Quien no procede bajo el influjo de esta inspiración y no hace las cosas según Dios, sino que obra por motivos puramente naturales, se supone que está inspirado -si así puede decirse- por 1a carne. Ocurrió una vez en la Marca de Ancona que, después de la predicación del Santo, se le presentó un hombre pidiendo humildemente ser admitido en la Orden. «Si quieres asociarte a los pobres de Dios -le dijo el Santo- distribuye primero tus bienes a los pobres del mundo». Y el hombre, al oír esta recomendación, dejándose llevar del amor de la carne, distribuyó sus cosas entre los suyos, sin dar nada a los pobres. Al volver y explicar al Santo su liberalidad, replicóle éste con burla: «Sigue tu camino, Fray Mosca, puesto que no has salido aún de tu casa y de tu parentela. Has dado tus cosas a tus consanguíneos y has defraudado a los pobres. Comenzaste por la carne; has puesto al edificio espiritual un cimiento ruinoso» (2 Cel 81).

A la inspiración de la carne se atribuye igualmente en 1 R 10,4 la ira y la impaciencia del hermano que busca con demasiada ansia la salud del cuerpo. Si entre los frutos del espíritu del Señor, que influye en nosotros con su santa operación, se enumera el tener «paciencia en la persecución y enfermedad» (2 R 10,9), la actitud contraria deberá clasificarse entre las obras de la carne. Y así lo hace Francisco, después de recomendar primero que se cuide bien a los enfermos: «el hermano enfermo que dé gracias a Dios... Mas, si se turba o irrita o pide con solicitud medicinas, con un afán excesivo de liberar la carne que pronto ha de morir y es enemiga del alma, esto le viene del espíritu malo y procede en esto carnalmente y no como un hermano, pues ama su cuerpo más que su alma» (1 R 10,4).

Existe, pues, una inspiración divina a la que debemos atender con docilidad, si queremos obrar espiritualmente, según Dios; pero existe también una especie de inspiración carnal, de la que hemos de guardarnos con diligencia si nos proponemos proceder según el espíritu. Y en rigor los motivos carnales podrían filtrarse en vocaciones tan espirituales como las de entrar en religión o ir a Misiones, por lo que los ministros deberán examinar con atención si es bueno el espíritu que mueve a los candidatos o si los aspirantes al apostolado misionero son idóneos para tal empresa. Mas los ministros, que no tienen derecho a apagar el espíritu, no podrán negar a los hermanos la licencia solicitada para ir entre sarracenos «si vieren que son idóneos para enviar; pues tendrán que rendir cuentas a Dios si en esto o en otros asuntos procedieren indiscretamente» (1 R 16). Particularmente se habrá de tener en cuenta la docilidad al Espíritu Santo en la observancia del Evangelio según la Regla.

En efecto, san Francisco apela con frecuencia en el Testamento a la inspiración divina, bajo cuyo influjo escribió la Regla: «Después que el Señor me dio hermanos, nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio... El Señor me reveló que dijésemos la salutación: El Señor te dé la paz...». Y no se contenta con declarar que la Regla le fue inspirada por el Señor, sino que además pide que todos sus hermanos la reciban e interpreten con la misma sencillez y pureza de corazón con que él la recibió de Dios: «Del mismo modo que el Señor me concedió decir y escribir pura y sencillamente la Regla y estas palabras, así pura, sencillamente y sin glosa quiero que las entendáis, y con santa operación las guardéis hasta el fin».

San Francisco quiere que 1a inspiración que dio origen a la Regla se mantenga siempre viva, en algún sentido, en los hermanos que se comprometen a su observancia. Hay que evitar que este documento se convierta en letra rígida y desencarnada, en una simple fórmula jurídica. Para ello, los hermanos tomarán ante la Regla, guardadas las debidas proporciones, una actitud como la del Santo ante las palabras divinas. Para que la inspiración del Espíritu Santo ilumine y vivifique la letra del texto, los hermanos tratarán de entender y practicar las normas allí contenidas, no con argucias jurídicas, sino con esa sencillez que es «hermana de la sabiduría» y con esa pureza de corazón que, eliminando las tinieblas de los apetitos terrenos, hace al alma dócil y transparente a la luz del Espíritu Santo; ya que, según Francisco, la sencillez es aquella virtud que, «contenta con sólo Dios, desprecia las demás cosas» (2 Cel 189); y hombres de corazón puro son los que «desprecian las cosas terrenas y buscan las celestiales, y no cesan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con alma y corazón limpio» (Adm 16). Se trata, pues, de dos virtudes bien caracterizadas para hacer que el espíritu del Señor se sobreponga al espíritu de la carne, y, «removido todo impedimento y dejado de lado todo cuidado y desasosiego, los hermanos, de la mejor manera, puedan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con limpio corazón y puro espíritu» (1 R 22,26), y de este modo entender y practicar espiritualmente la Regla.

Y aquí conviene intercalar una observación crítica sobre el texto del Testamento. No faltan quienes se apoyan en las palabras citadas para afirmar que S. Francisco exige que se guarde la Regla «a la letra, a la letra, a la letra, sin glosa, sin glosa, sin glosa». Los códices de Ognisanti de Florencia y de San Antonio de Roma, del s. XIV, en que se basa la edición crítica de Quaracchi, no tienen el inciso «sin glosa» después de «pura y sencillamente»; el de Asís, también del s. XIV, ofrece la lectura «sencillamente y sin glosa», y finalmente Wadding y la edición de Firmamenta Ordinum (1512) dicen «pura y sencillamente, sin glosa». En todo caso, se lee poco antes de este pasaje, en el mismo escrito, que los hermanos «no pongan glosas en la Regla ni en estas palabras diciendo: así se deben entender». Lo que de ningún modo aparece en S. Francisco es la expresión «a la letra», que se relaciona con la leyenda de Fontecolombo, no registrada con semejante formulación en ningún códice anterior al s. XIV. Se ve que los llamados «espirituales», en su afán por desautorizar las nuevas interpretaciones, glosaron y parafrasearon con la expresión «a la letra», tres veces repetida, la prohibición de poner glosas y convirtieron en milagro, con voces del cielo, la simple afirmación de S. Francisco de que el Señor le había inspirado o revelado su Regla. Mas con la prohibición de poner glosas no trataba el Santo de imponer una interpretación literalista rígida, sino que, al exigir de los hermanos la pureza y simplicidad o buena voluntad con que él había hecho escribir la Regla, sólo excluía ciertas argucias jurídicas o glosas deformadoras, que desnaturalizan la influencia del Espíritu Santo en su inteligencia y observancia.

OBEDIENCIA Y ESPÍRITU

Recordemos que el verdadero Ministro general de la Orden, según la mente de Francisco, es el Espíritu Santo. La Orden es por igual para ricos y sabios, y para pobres e iletrados, pues el Espíritu Santo, su General, también descansa por igual sobre el pobre y el sencillo (2 Cel 193). Más todavía, así lo hubiese hecho constar en el texto de la Regla si no hubiese sido ya aprobada por el Papa. En todo caso, la fecha señalada para la celebración del Capítulo general será la vigilia de Pentecostés, la fiesta del Espíritu Santo (2 R 8; 1 R 18).

Ahora bien, si el Espíritu Santo es el Ministro general y todos los hermanos están firmemente obligados a obedecer de modo especial al Ministro general de esta fraternidad, será preciso que los Hermanos Menores sean dóciles a la voluntad y a las mociones de este Espíritu y se esfuercen en guardar espiritualmente la Regla. De hecho, es llamativa la insistencia de san Francisco en reclamar de los hermanos que procedan espiritualmente, sobre todo en la Regla no bulada. El candidato a la Orden debe distribuir sus bienes, si puede espiritualmente, o sea, según la inspiración del Espíritu Santo, entre los pobres (1 R 2). Dondequiera estuvieren o se encontraren los hermanos, deben respetarse y honrarse mutuamente según el espíritu y con amor (1 R 7). Los hermanos que por inspiración divina van entre sarracenos y otros infieles, pueden proceder entre ellos de dos modos, según les sugiera el espíritu, y cuando prediquen podrán exponer ciertas verdades y otras cosas que vean ser del agrado divino (1 R 16), etc. etc.

Aún más. Hay normas u obligaciones que, aparte del campo propio e inmediato, alcanzan en su interpretación espiritual un ámbito más extenso. La pobreza, por ejemplo, particularmente la que se promete por voto, tiene su objeto propio bien determinado; mas S. Francisco no la quiere separar nunca de la humildad, de modo que tanto en una como en la otra Regla ambas virtudes, o mejor, ambos aspectos, unidos con una «y» epexegética, forman un binomio indisoluble. «Todos los hermanos procuren seguir la humildad y pobreza de N. S. Jesucristo» (1 R 9); «sirviendo en pobreza y humildad...», dice el cap. 6 de la Regla bulada que concluye resumiendo la vida de los Hermanos Menores en «seguir la pobreza y humildad y el santo Evangelio de N. S. Jesucristo» (2 R 12). Además, la pobreza, entendida en un sentido espiritual más amplio, abarcará para S. Francisco la renuncia a la propia voluntad y al amor propio y a todos los apegos interiores y exteriores. No será, pues, verdaderamente pobre quien se reserva la bolsa de la propia voluntad y no está pronto a obedecer en cualquier momento; ni se podrán considerar como pobres de espíritu quienes, por mucho que se dediquen a la oración y castiguen sus cuerpos con abstinencias y mortificaciones, se turban en seguida por cualquier palabra que tenga apariencia de injuria para su carne. «Estos no son pobres de espíritu, pues quien es verdaderamente pobre de espíritu se odia a sí mismo» (Adm 14,4).
Cosa parecida puede decirse de la obediencia. Tiene su objeto propio bien determinado. Hay una frase, «extra obedientiam evagari», que se entiende en su sentido jurídico propio en 1 R 2: una vez recibido a la obediencia, no le está permitido al hermano pasar a otra religión ni vagar fuera de la obediencia. Pues bien, la misma frase se emplea en un sentido más amplio y profundo en 1 R 5, donde se prescribe que los hermanos «se sirvan y obedezcan unos a otros voluntariamente por caridad del espíritu»; y sigue: «Esta es la verdadera y santa obediencia de N. S. Jesucristo». Y se añade: «Todos los hermanos, siempre que se apartaren de los mandatos del Señor y vagaren fuera de la obediencia, sepan que son malditos fuera de la obediencia, mientras permanecieran a sabiendas en semejante pecado. Y cuando perseveran en los mandatos del Señor, que han prometido, por el santo Evangelio y por su género de vida (es decir: cuando perseveran en la fiel observancia del Evangelio y de la Regla), sepan que están en la verdadera obediencia». Este parece ser también el sentido de la frase de la Carta a toda la Orden en la que, después de exhortar a los hermanos a la devoción a la Misa y a la observancia de la Regla, advierte el Santo que no quiere considerar como católicos y hermanos suyos a quienes no guardan estas cosas, como tampoco a quienes «andan vagando, desdeñada la disciplina de la Regla», pues el Señor dio su vida para no quebrantar la voluntad de su Padre.

La obediencia ocupa un lugar preeminente, en las alabanzas de las virtudes, en este sentido profundo de aceptación plena de la voluntad del Padre, a imitación de la kénosis y obediencia de Cristo «hasta la muerte», y dócil sumisión a la influencia del Espíritu Santo para guardar la Regla según sus luces e impulsos. «Dios te salve, dama santa Caridad, con tu hermana la santa Obediencia... La santa Obediencia confunde todas las voluntades corporales y carnales (es decir, el espíritu de la carne), y mantiene el cuerpo sujeto a la obediencia del espíritu (para obedecer al espíritu del Señor) y a la obediencia de su hermano, y hace que el hombre se someta a todos los hombres, y aun a las bestias y a las fieras, para que puedan hacer de él lo que quieran, cuanto les permitiere el Señor desde lo alto» (SalVir 3 y 14-18).
San Francisco quiere decirnos que no basta con la observancia material y literal de ciertas normas. No basta con que seamos pobres de bienes materiales, si no aspiramos a realizar en sentido más elevado el significado de la pobreza de espíritu. No basta con que ejecutemos materialmente las órdenes de los superiores, si con ello no logramos sobreponernos a las obras de la carne y obedecer a las sugestiones del espíritu. Y así el Santo llegará a decir que la más perfecta obediencia, en que no tienen parte ni la carne ni la sangre, consiste, no precisamente en esperar que se nos ordene algo, sino en ir a las Misiones por inspiración divina para bien del prójimo o por deseo del martirio: «Solicitar esta obediencia juzgaba que era muy agradable al Señor» (2 Cel 152). Es decir, una obediencia espiritual en que no se obedece, en el sentido ordinario de la palabra, a ningún prelado de carne y hueso, sino directamente a la inspiración del Espíritu Santo.

JERARQUÍA Y ESPÍRITU

Pero la obediencia al Espíritu, no sólo no anula la obediencia a la Jerarquía y a toda autoridad humana constituida, como dice san Pablo, por ordenación divina, sino que dispone mejor al alma para someterse a cualquier manifestación divina. El perfecto obediente, según el espíritu, se siente sometido no sólo a los hombres, sino aun a las bestias y a las fieras, y a todos los acontecimientos favorables y adversos. No es perfecto obediente quien no recibe con idéntica sumisión y alegría la salud y la enfermedad, el buen y el mal tiempo. El Espíritu Santo, que es el Ministro General de esta fraternidad, comunica a veces directamente sus impulsos e inspiraciones a las almas, pero aun en esos casos la divina inspiración debe ser reconocida y aprobada por la Jerarquía. Por eso, los que por divina inspiración quieren ir a Misiones, deben recurrir primero a sus ministros, quienes no concederán su licencia sino a los que juzgaren idóneos (2 R 12). Más aún: «aunque el súbdito viere cosas mejores y más ventajosas para su alma que las que su prelado le manda, sacrifique al Señor su voluntad, y esfuércese en poner por obra lo que dispone el prelado. Pues ésta es obediencia verdadera y caritativa que agrada a Dios y al prójimo» (Adm 3).

El Espíritu Santo impulsa al alma a este género de obediencia en que se manifiesta cómo realmente la santa caridad es hermana de la santa obediencia (SalVir).

Por su parte, san Francisco, que recibió del Altísimo el impulso para vivir «según la forma del santo Evangelio», siente sin embargo la necesidad de presentar tal inspiración divina a la aprobación del Sumo Pontífice: «Y el Señor Papa -dice en su Testamento- me la confirmó». Y en sus Reglas, tan llenas de espíritu, comienza por hacer solemne protesta de obediencia al Papa, exigiendo en cambio la misma actitud para con él de parte de sus hermanos: Francisco promete obediencia y reverencia al Papa y a sus sucesores y a la Iglesia Romana (1 R Introd.; 2 R 1). Y termina recalcando la necesidad de vivir «siempre súbditos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica», para observar, sólo bajo la aprobación y obediencia de la Jerarquía, y no en otra forma, esa Regla que el mismo Dios le reveló (2 R 12).

No hay contradicción entre el espíritu y la Jerarquía, entre el carisma y la obediencia, sino que el mismo Espíritu, que es alma de la Iglesia, lleva a la obediencia, y no a una obediencia cualquiera, simplemente literal, sino a una obediencia más amplia y perfecta, más ungida de fe y amor y alegría. Y lo que san Francisco hace con el Papa, todos los hermanos deben practicarlo con sus superiores si quieren guardar con perfección el Evangelio que dice: «Quien no renuncia a cuanto posee no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33); «Quien quiera salvar su alma, la perderá» (Mt 16,25). Palabras que el seráfico Patriarca explica de este modo: «Renuncia a cuanto posee y pierde su alma y su cuerpo aquél que se entrega a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3). Puede recordarse aquí la célebre alegoría del cadáver, recogida también por san Ignacio de Loyola, pero que no debe interpretarse en el sentido de una obediencia inerte, ya que la actitud de total entrega «en manos de su prelado» debe realizarse «según el espíritu», hasta tal punto que cualquier cosa que diga o haga quien así está entregado, si él sabe que no es contraria a la voluntad del ministro, aunque éste no la haya ordenado explícitamente, supuesto que se trata de cosa buena, es verdadera obediencia (Adm 3,4).

Mas, como una virtud tan fundamental en la vida franciscana no debe reservarse sólo a los súbditos, para que también los superiores tengan la oportunidad de practicarla, san Francisco da normas acertadas, que el Perfectae caritatis ha puesto nuevamente de actualidad para todos los Institutos religiosos. Es preciso, pues, que también los superiores «por la profesión de la obediencia ofrezcan a Dios la total entrega de su voluntad, como sacrificio de sí mismos» y que, a ejemplo de Jesús, que vino a cumplir la voluntad de su Padre, y que «por su sumisión al Padre sirvió a los hermanos», recuerden que están para servir y no para ser servidos, y ejerzan su autoridad «con espíritu de servicio a los hermanos» (PC 14). Parecen frases tomadas de los escritos de S. Francisco.

Le gusta sobre todo al Santo unir los vocablos «ministro y siervo» (como «pobreza y humildad»): «Todos los hermanos que son constituidos ministros y siervos de los otros hermanos... Y recuerden los ministros y siervos que dice el Señor: No vine a ser servido, sino a servir» (1 R 4). «Todos los hermanos que están bajo la autoridad de los ministros y siervos, observen razonable y discretamente las acciones de los ministros y siervos... y, en el Capítulo de Pentecostés, denúncienlo al ministro y siervo de toda la fraternidad» (1 R 5). «Vayan a Misiones con permiso de sus ministros y siervos» (1 R 16). «El Capítulo de Pentecostés... a no ser que le pareciere otra cosa al ministro y siervo de toda la fraternidad» (1 R 18), etc. etc. También, pues, al referirse al Ministro General usa el mismo modo de hablar. Los hermanos deberán tener a su frente a uno de los hermanos «como ministro general y siervo de toda la fraternidad» (2 R 8). «Los hermanos que son ministros y siervos de los demás, los deben visitar...» (2 R 10,1), y se explica el sentido del vocablo: «pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,6).

No es que hasta san Francisco no se hubiese empleado el término ministro para calificar a los prelados, o el de hermano para designar a los monjes, pues ya se conocen estas denominaciones en el siglo XII, como lo observó el P. Oliger; pero con el seráfico Patriarca, que llamaba hermanos y hermanas a las aves, a las bestias, al lobo, etc., esta fraternidad adquiere un sentido más profundo y evangélico. «Y que nadie se llame prior, sino que todos indistintamente llámense hermanos menores» (1 R 6,3); mientras que santo Domingo, por ejemplo, no tendrá inconveniente en conservar la palabra prior, aunque también sus religiosos son, no monjes, sino hermanos o frailes.

Los ministros son, pues, siervos de todos los hermanos, particularmente en cuanto les ayudan a guardar espiritualmente la Regla, a obedecer al espíritu del Señor y a someterse voluntariamente a los superiores, como lo recuerda también el Vaticano II al establecer que los superiores, «que han de dar cuenta a Dios de las almas que se les han confiado», deben gobernar a sus súbditos «promoviendo su sujeción voluntaria» (PC 14). Ya san Francisco advertía a los ministros y siervos «que se les ha confiado el cuidado de las almas de sus hermanos, y que si alguno de ellos se perdiere por su culpa y mal ejemplo, tendrán que rendir cuentas, el día del juicio, ante N. S. Jesucristo» (1 R 4,6). «Así, pues -les insiste Francisco-, custodiad vuestras almas y las de vuestros hermanos» (1 R 5,1).

Por lo demás, el Santo es exigente en extremo para con los súbditos «que renunciaron por Dios a la propia voluntad». Por transgresiones ligeras a primera vista, impone a veces penas aparentemente exageradas. Es que no se fija tanto en la gravedad material externa de la transgresión cuanto en la disposición interna del desobediente, que se opone al espíritu del Señor por dejarse llevar de la voluntad carnal o del espíritu de la carne. En estos casos, san Francisco es inexorable. Sus hermanos deben estar siempre atentos al espíritu.

En cambio, y precisamente por el mismo motivo, declara de modo explícito: «El hermano no está obligado a obedecer cuando su ministro le prescribe algo contrario a nuestro género de vida (a nuestra Regla) o contra su alma» (1 R 5,2); «Obedezcan a sus ministros en todas las cosas cuya observancia prometieron al Señor, y no son contrarias al alma y a nuestra Regla» (2 R 10,3). Y no contento con esta declaración, recomienda a los hermanos «que están bajo la autoridad de los ministros y siervos», que examinen razonablemente y con caridad el modo de proceder de sus ministros; y si vieren que alguno de ellos procede «carnalmente y no espiritualmente en relación con la rectitud de nuestra vida», caso de que no se enmendare después de un tercer aviso, denúncienlo, en el Capítulo de Pentecostés, al ministro y siervo de toda la fraternidad, «sin que lo impida oposición alguna» (1 R 5,3-4).

De este modo se trata de conseguir que los mismos ministros permanezcan en la obediencia del espíritu del Señor, guardando espiritualmente la Regla, sin abandonarse al espíritu de la carne.

OBSERVANCIA ESPIRITUAL DE LA REGLA

Mas, ¿qué se entiende por observancia espiritual de la Regla? No puede eludirse el problema, como se hace a veces, puesto que se relaciona íntimamente con uno de los clásicos preceptos taxativamente enumerados por Clemente V: «Los hermanos que supiesen que no pueden guardar espiritualmente la Regla, a sus ministros deben y pueden recurrir» (Exivi de paradiso. 2 R 10). Ni vale decir que aquí se trata de los hermanos que se encuentran en ocasión de pecado grave, de los que más bien se ocupan otros párrafos de la Regla.

Para una exégesis objetiva, hay que comparar el texto de la Regla bulada con lugares paralelos de la otra Regla, cuyo cap. 5 prescribe que, «si en cualquier parte que estén», hubiere algún hermano que procede carnalmente y no espiritualmente, los hermanos con quienes está que lo amonesten, instruyan y corrijan humilde y caritativamente; y si después de la tercera amonestación no quisiere enmendarse, envíenlo o denúncienlo cuanto antes puedan a su ministro y siervo (1 R 5,5-6). El capítulo siguiente ordena que los propios hermanos interesados, «en cualesquiera lugares estén, si no pueden observar nuestra vida (o sea, la Regla), recurran cuanto antes puedan a su ministro haciéndoselo saber» (1 R 6,1). Ahora bien, 1 R 5 debe compararse con 2 R 7, que se refiere con más precisión a pecados graves por los que se debe recurrir, no a cualesquiera ministros, sino a solo los ministros provinciales. Por otro lado, hágase lo mismo con 1 R 6 y 2 R 10. Es verdad que tampoco guardan espiritualmente la Regla quienes cometen pecados graves; pero en la redacción aprobada por el papa Honorio se ha querido distinguir mejor entre el recurso a que están obligados quienes cometen estos pecados (2 R 7; 1 R 5), y el derecho que tienen a recurrir los que no pueden guardar espiritualmente la Regla (2 R 10; 1 R 6).

Del primer caso habla 2 R 7. Ya no queda la cosa tan vaga e imprecisa como en 1 R 5, sino que se declara taxativamente tratarse de pecados mortales reservados a los ministros provinciales, por lo que están obligados a recurrir los mismos hermanos, sin esperar a la triple amonestación de los frailes, etc. Por lo demás, se advierte que en este capítulo se quería precisar el texto de 1 R 5, porque a continuación se recoge con ligeras variantes la advertencia de que «todos los frailes, tanto los ministros y siervos como los demás hermanos, deben cuidar de no airarse o turbarse por el pecado o mal ejemplo de otro, porque el diablo, con el pecado de uno, quiere dañar a muchos. Pero ayuden espiritualmente, como mejor puedan, al que pecó...» (1 R 5,7-8). El cambio se introdujo, al parecer, por las dificultades y dudas que, según Goetz, Fr. Elías o algún otro ministro presentó a san Francisco sobre el modo de proceder con algunos pecadores, a lo que el Santo respondió con el texto que tenía preparado para su aprobación por el Capítulo de Pentecostés (de 1223?) y que, algo modificado, se conservó en 2 R 7. «De todos los capítulos que hay en la Regla y que tratan de los pecados mortales (además del cap. 5, son los caps. 13, 19 y 20) haremos, con la ayuda del Señor y el consejo de los hermanos, en el Capítulo de Pentecostés, el siguiente capítulo: si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, pecare mortalmente, esté obligado por obediencia a recurrir a su guardián (si bien luego se reservarían algunos pecados "a solos los ministros provinciales")...» (Cta M 13-14).

Del segundo caso, una vez deslindados los campos con la claridad necesaria, se ocupa 2 R 10, que modifica también un poco el texto de 1 R 6, pues donde éste decía: «Los hermanos, en cualesquiera lugares estén, si no pueden observar nuestra vida... », la nueva redacción reza: «Y dondequiera estuvieren los hermanos, que supiesen y conociesen no poder guardar espiritualmente la Regla, a sus ministros deban y puedan recurrir». Dice el texto: a sus ministros, no necesariamente provinciales, sino aun los que en la Carta a cierto Ministro se llaman guardianes, aunque este vocablo, usado también en el Testamento, no entra aún en los documentos oficiales como la Regla bulada. Pero volviendo al tema, es interesante leer el comentario que Fr. Ángel Clareno, el cabecilla de los «espirituales», hace de este párrafo, apelando a los rótulos de Fr. León. Se puede apreciar que deforma un poco -se trata del siglo XIV- la tradición primitiva por su interés en atribuir a S. Francisco la exigencia de una interpretación literal de la Regla; pero por lo demás, entiende de un modo obvio para su tiempo el sentido general del párrafo, que no está en litigio.

«Después que el Papa -refiere Clareno- hubo examinado diligentemente cuanto se contenía en la Regla, dijo a san Francisco: Bienaventurado aquel que, fortalecido por la gracia de Dios, guardare fiel y devotamente esta Regla... Con todo hay unas palabras que podrían ser ocasión de ruina a los frailes no bien fundados en el amor de la virtud y proporcionar a la religión motivo de división y escándalo; a saber, aquellas del cap. 10 en que se dice "dondequiera estén los hermanos, que supiesen y conociesen no poder guardar la Regla pura y sencillamente y a la letra y sin glosa, a sus ministros deban y puedan recurrir. Mas los ministros estén obligados por obediencia a acceder benigna y liberalmente a las peticiones de tales hermanos. Y si no quisieren hacer esto, dichos hermanos tengan licencia y obediencia de observar literalmente la Regla, porque todos los hermanos, tanto ministros como súbditos, deben estar sujetos a la Regla". Quiero, pues, que estas palabras se modifiquen de modo que se aparte de los hermanos y de la religión todo peligro y ocasión de división.

»Respondióle san Francisco: No soy yo, sino Cristo, quien puso estas palabras. Ni debo ni puedo cambiar las palabras de Cristo. Pues ha de ocurrir que los ministros y quienes gobiernan a los demás hermanos harán pasar muchas y amargas tribulaciones a los que quieran guardar la Regla literal y fielmente. Así, pues, como la voluntad y obediencia de Cristo es que esta Regla y vida, que es suya, se entienda y se guarde literalmente, vuestra voluntad y obediencia debe ser que así se haga y escriba en la Regla.
»Díjole entonces el Papa: Hermano Francisco, yo lo haré de modo que, atemperado el tenor literal de la Regla y guardándose plenamente el sentido de las palabras, los ministros entiendan que están obligados a proceder como quiere Cristo y ordena la Regla, y los hermanos entiendan asimismo que gozan de libertad pura y sencillamente la Regla».

Hagamos algunas observaciones a este interesante relato, editado por Sabatier y reproducido por Böhmer. Por de pronto se advierte el interés en dar una interpretación partidista a los términos de encarecimiento que el Santo emplea en el Testamento (más que en la Regla) para exhortar a la guarda fiel de la Regla. Si las expresiones «pura y sencillamente» y «sin glosa» son realmente del Testamento -y tal vez están trasladadas del Testamento a este pretendido texto original de 2 R 10, que no parece literalmente trascrito, sino reproducido más o menos de memoria-, no se puede decir lo mismo de «literalmente» y «a la letra», que no se encuentra en otros escritos del Santo, y que además se hacen sospechosas por la insistencia. Se trata, sin duda, de una glosa de los «espirituales», que quieren entender a su modo los términos «pura y sencillamente» y otros parecidos, y que darán la forma definitiva a su interpretación en la leyenda de Fontecolombo.

En segundo lugar, se observa cómo muchos frailes entendieron pronto la observancia espiritual de la Regla en sentido de observancia literal, a la letra, tal vez en oposición a quienes descuidaban demasiado la letra al tener que hacer ciertas adaptaciones.

Por lo demás, el lenguaje que se atribuye al Santo, con cierto tono de insubordinación, y las quejas contra los prelados que harían pasar grandes tribulaciones a los celantes, más parecen de los «espirituales» que de san Francisco. La apelación al dictado de Cristo puede ser una dramatización del origen divino atribuido por el mismo Francisco a su norma de vida: El Señor me reveló... Pero queda en firme, reducidas a su justo significado las glosas literalizantes, que los hermanos que no pueden guardar la Regla espiritualmente, es decir, pura y sencillamente, y sin glosa, según las exigencias del espíritu, puedan y deban recurrir a sus ministros, y que los ministros estén obligados a acceder a la demanda facilitándoles la observancia espiritual de la Regla, a la que todos están sometidos.

SOBRE TODAS LAS COSAS

Se ve, pues, claramente que el movimiento ascendente de las normas y exhortaciones de la Regla señala como una de sus cumbres principales aquel párrafo del cap. 10,9, en que se exhorta a los hermanos a «desear tener sobre todas las cosas el espíritu del Señor y su santa operación», es decir, que el espíritu del Señor obre en nosotros para que en su virtud podamos «orar siempre a Dios con puro corazón, tener humildad, paciencia... ». Se emplean palabras de sumo encarecimiento con cierto matiz paulino: «Amonesto también y exhorto en el Señor Jesucristo» (2 R 10,7), que tienen su paralelo en el cap. 3, donde se recomienda la práctica de las bienaventuranzas evangélicas: «Aconsejo también, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo» (2 R 3,10). No se puede decir que se trate aquí de recomendaciones menos importantes porque no se redactan en términos que signifiquen prohibición o precepto; pues precisamente en este contexto aparece como cosa secundaria la prohibición de andar a caballo. «Sean benignos, pacíficos y moderados, mansos y humildes, afables y corteses con todos, evitando el hacer ostentación andando a caballo...» (2 R 3,11).

Ahora bien, si hay que buscar ante todo el espíritu del Señor y obrar bajo su influjo, será necesario liberarse en primer lugar del espíritu de la carne; pero además habrá que dejar abiertas las puertas para que el dinamismo y vitalidad perenne de ese principio superior desarrolle sin trabas su acción saludable. Habrá que superar, pues, pero no destruir, la fijeza e inmovilidad de la letra y del derecho escrito, que podrá variar según los tiempos y lugares para adaptarse a las circunstancias. De hecho, san Francisco dejará algunos puntos sujetos a la interpretación responsable, según parece, de los frailes individuales, si bien luego, para mayor garantía, se exigirá también en estos casos el juicio de los ministros. «Aquellos a quienes la necesidad obligare puedan usar calzado» (2 R 2,15), sin que en parte alguna conste de modo más explícito la prohibición de llevar calzado. «En tiempo de manifiesta necesidad no estén obligados los hermanos al ayuno corporal» (2 R 3,9), donde se califica de corporal uno de los modos de ayunar, para dar a entender que el ayuno espiritual obliga siempre. «Y no deben ir a caballo, a menos que se vean precisados por manifiesta necesidad o enfermedad» (2 R 3,12). Otros puntos se dejan al juicio de los ministros, que decidirán en cada caso lo que según Dios, o según el espíritu, mejor les parezca.

Se pueden destacar aspectos aún más revolucionarios. Hemos visto la tendencia de san Francisco a entender ciertas virtudes, como la pobreza y la obediencia, no sólo en su sentido propio sino en un sentido espiritual más amplio. Pues bien, de este modo se ha de interpretar también la fuga del mundo. No abandona la compañía de los hombres, ni se mete en un monasterio aislado; con todo, escribe en su Testamento: «Y poco después me aparté del siglo». De hecho sale espiritualmente del siglo, porque hace profesión de vivir «según el espíritu», dejando las tres concupiscencias que, en expresión de S. Juan, impiden la caridad y caracterizan el mundo. Por lo que podrá hacer constar en 1 R 22,9 y 18-19: «Mas ahora que hemos abandonado el mundo, nada tenemos que hacer sino ser solícitos en seguir la voluntad del Señor y en agradarle... Dejemos, pues, como dice el Señor, que los muertos entierren a sus muertos, y guardémonos de la malicia y sutileza de Satanás que quiere que el hombre no tenga su espíritu y su corazón hacia el Señor Dios». Y desde este punto de vista, ruega el Santo a todos sus hermanos, «en santa caridad, que es Dios, que, removido todo impedimento y pospuesto todo cuidado y desasosiego, de la mejor manera que les sea posible, deban servir, amar, adorar y honrar al Señor Dios con limpio corazón y puro espíritu, que es lo que El quiere sobre todas las cosas» (1 R 22,26).

Con este criterio sano, aplicado «pura y sencillamente» a las más diversas situaciones, se puede y se debe adaptar la Regla a todos los tiempos y lugares. No estará desde luego conforme con la mente de san Francisco la actitud de quien se abstiene, según el rigor jurídico del texto, de andar a caballo, o de recibir dinero, pero, una vez guardada la Regla a la letra, no tiene reparo quizá en usar, no sin cierta ostentación, algunos medios de locomoción considerados como lujosos. De hecho ocurre que, en algunos casos, ciertas dispensas, recibidas con esta mentalidad literalista, producen efectos desastrosos. El precepto, cuyo cumplimiento material no tenía quizá sentido, pero cuya finalidad era de una gran importancia, queda totalmente esterilizado. Se forma la conciencia de que, si hay dispensa de la prohibición de recibir dinero, ya no tiene otra aplicación ese precepto. Mientras que, si se interpreta y se adapta según el espíritu y según la mente de san Francisco, sigue conservando toda su fuerza aun en los casos en que su observancia material no se considera obligatoria.

EPÍLOGO


Desde luego, san Francisco, que desde su punto de vista considera ante todo la Regla como espíritu y vida, realiza con flexibilidad adaptaciones, como la de aplicar al estudio, en la Carta a san Antonio, la norma que directamente sólo se refería al trabajo manual en 2 R 5,1-2. Hubiera podido creer alguno que el Santo era contrario al estudio por aquellos de 2 R 10,7: «Y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas»; pero, al proponérsele el problema en relación con S. Antonio, contesta: Está ya provisto en la Regla, donde se habla del trabajo. Me place, pues, que expliques la teología a los hermanos a condición de que por el estudio no se apague el espíritu de oración, «como se contiene en la Regla» (CtaAnt). Y efectivamente, en 2 R 5,1-2, se lee: «Los hermanos, a quienes el Señor dio la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de modo que, evitado el ocio, enemigo del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual deben servir las demás cosas temporales». Y otra vez nos encontramos aquí, no simplemente con la oración, sino con el espíritu de oración, frase que luego se ha hecho tópica y ha perdido su vigor primitivo. Dice san Pablo a los Tesalonicenses: «Estad siempre gozosos y orad sin cesar. Dad en todo gracias a Dios... No apaguéis al Espíritu. No despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno?» (1 Tes 5,16-21). Y lo que el Apóstol dice, sobre todo en relación con las manifestaciones carismáticas del «espíritu», san Francisco lo aplica principalmente al espíritu de oración y devoción, al que deben subordinarse las demás cosas temporales. Hay que vivir según el espíritu, según ese espíritu del Señor, cuya operación hace que oremos a Dios con puro corazón, y tengamos humildad y paciencia en la persecución y enfermedad, y amemos a nuestros enemigos, etc.