¿QUIEN ES SAN FRANCISCO DE ASÍS
EL SANTO QUE INSPIRÓ TOMAR EL NOMBRE COMO PAPA Nº 266?
San Francisco de Asís llamado con justa razón el Hermano
Universal, nació en Asís (Italia), en el año 1182. Después de una juventud
disipada en diversiones, se convirtió, renunció a los bienes paternos y se
entregó de lleno a Dios. Abrazó la pobreza y vivió una vida evangélica,
predicando a todos el amor de Dios. Dio a sus seguidores unas sabias normas,
que luego fueron aprobadas por la Santa Sede. Fundó una Orden de frailes y su
primera seguidora mujer, Santa Clara que funda las Clarisas, inspirada por El.
Un santo para todos
No hay santo que sea tan popular como como San Francisco de Asís,
tanto entre católicos como entre los protestantes y aun entre los no
cristianos. San Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus contemporáneos
presentándoles la pobreza, la castidad y la obediencia con la pureza y fuerza
de un testimonio radical. Llegó a ser conocido como el Pobre de Asís por su
matrimonio con la pobreza, su amor por los pajarillos y toda la naturaleza.
Todo ello refleja un alma en la que Dios lo era todo sin división, un alma que
se nutría de las verdades de la fe católica y que se había entregado
enteramente, no sólo a Cristo, sino a Cristo crucificado.
Nacimiento y vida
familiar de un caballero
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en el año 1182.
Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre era Pica y
algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de la Provenza.
Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas acomodadas.
Pedro Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como
se hallase en dicho país cuando nació su hijo, la gente le apodó
"Francesco" (el francés), por más que en el bautismo recibió el
nombre de Juan.
En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas
tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en
abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su
padre, ni los estudios le interesaban mucho, sino el divertirse en cosas vanas
que comúnmente se les llama "gozar de la vida". Sin embargo, no era
de costumbres licenciosas y era muy generoso con los pobres que le pedían por
amor de Dios.
Hallazgo de un tesoro
Cuando Francisco tenía unos 20, estalló la discordia entre
las ciudades de Perugia y Asís, y en la guerra, el joven cayó prisionero de los
peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin
embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en
la que el joven probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su
espíritu. Cuando se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en
el ejército de Galterío y Briena, en el sur de Italia. Con ese fin, se compró
una costosa armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado
con su nuevo atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en
la pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus
ricos vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un
espléndido palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba
grabado el signo de la cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas
armas le pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad
de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto, ciudad del
camino de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó
una voz celestial que le exhortaba a "servir al amo y no al siervo".
El joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola
menos a la ligera. La gente, al verle ensimismado, le decían que estaba
enamorado. "Sí", replicaba Francisco, "voy a casarme con una
joven más bella y más noble que todas las que conocéis". Poco a poco, con
mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes y comprar la
perla preciosa de la que habla el Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie
de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la batalla
espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos.
Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís, encontró a un
leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de
huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una limosna.
Francisco comprendió que había llegado el momento de dar el paso al amor
radical de Dios. A pesar de su repulsa natural a los leprosos, venció su
voluntad, se le acercó y le dio un beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto
movido por el Espíritu Santo, pidiéndole a Francisco una calidad de entrega, un
"sí" que distingue a los santos de los mediocres.
San Buenaventura nos dice que después de este evento, Francisco
frecuentaba lugares apartados donde se lamentaba y lloraba por sus pecados.
Desahogando su alma fue escuchado por el Señor. Un día, mientras oraba, se le
apareció Jesús crucificado. La memoria de la pasión del Señor se grabó en su
corazón de tal forma, que cada vez que pensaba en ello, no podía contener sus
lágrimas y sollozos.
"Francisco,
repara mi Iglesia, pues ya ves que está en ruinas"
A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los
enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos,
otras, el dinero que llevaba. Les servía devotamente, porque el profeta Isaías
nos dice que Cristo crucificado fue despreciado y tratado como un leproso. De
este modo desarrollaba su espíritu de pobreza, su profundo sentido de humildad
y su gran compasión. En cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San
Damián en las afueras de Asís, le pareció que el crucifijo le repetía tres
veces: "Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas".
El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal
estado, creyó que el Señor quería que la reparase; así pues, partió
inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y
los vendió junto con su caballo. Enseguida llevó el dinero al pobre sacerdote
que se encargaba de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a
vivir con él. El buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él,
pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la
ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se
dirigió indignado a San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de
ocultarse.
Renuncia a la
herencia de su padre
Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno,
Francisco volvió a entrar en la población, pero estaba tan desfigurado y mal
vestido, que la gente se burlaba de él como si fuese un loco. Pedro Bernardone,
muy desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó
furiosamente (Francisco tenía entonces 25 años), le puso grillos en los pies y
le encerró en una habitación.
La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad
cuando su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre
fue de nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver
inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los
vestidos que le había tomado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar
a la herencia, pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos pertenecía a
Dios y a los pobres.
Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de
Asís, quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios:
"Dios no desea que su Iglesia goce de bienes injustamente
adquiridos". Francisco obedeció a la letra la orden del obispo y añadió:
"Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi padre, de suerte
que tengo que devolvérselos". Acto seguido se desnudó y entregó sus
vestidos a su padre, diciéndole alegremente: "Hasta ahora tú has sido mi
padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: “Padre nuestro, que estás en
los cielos”.' Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal "temblando de
indignación y profundamente lastimado".
El Obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador,
que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de su
vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un
trozo de tiza y se lo puso.
Llamado a la renuncia
y a la negación
Enseguida, partió en busca de un sitio conveniente para establecerse.
Iba cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se
topó con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: "Soy
el heraldo del Gran Rey". Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un
foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas
alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo.
Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía le llevó a su casa y le
regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino. Francisco los usó
dos años, al cabo de los cuales volvió a San Damián.
Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde
todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el
desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se encargó de transportar las
piedras que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó en el trabajo a los
albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la iglesia de San Damián,
Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro.
Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la
abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el nombre de la capillita
aludía al hecho de que estaba construida en una reducida parcela de tierra.
La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro
kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas. La
tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de Nuestra
Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla.
Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le
mostró finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San
Matías del año 1209.
En aquella época, el evangelio de la misa de la fiesta
decía: "Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha llegado... Dad
gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente... No poseáis oro ... ni dos
túnicas, ni sandalias, ni báculo ...He aquí que os envío como corderos en medio
de los lobos..." (Mat.10 , 7-19). Estas palabras penetraron hasta lo más
profundo en el corazón de Francisco y éste, aplicándolas literalmente, regaló
sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con la pobre túnica
ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que dio a sus hermanos un año más tarde:
la túnica de lana burda de los pastores y campesinos de la región. Vestido en
esa forma, empezó a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras
hendían los corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con alguien en el
camino, le saludaba con estas palabras: "La paz del Señor sea
contigo".
Dones extraordinarios
Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de
milagros. Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de San Damián,
acostumbraba decir: "Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día habrá ahí un
convento de religiosas en cuyo buen nombre se glorificarán el Señor y la
universal Iglesia". La profecía se verificó cinco años más tarde en Santa
Clara y sus religiosas. Un habitante de Espoleto sufría de un cáncer que le había
desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al cruzarse con San
Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus pies, pero el santo se lo impidió
y le besó en el rostro. El enfermo quedó instantáneamente curado. San
Buenaventura comentaba a este propósito: "No sé si hay que admirar más el
beso o el milagro".
Nueva orden religiosa
y visita al Papa
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y algunos querían
hacerse discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un
rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo veía con curiosidad la
evolución de Francisco y con frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía
siempre preparado un lecho próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para
observar cómo el siervo de Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo
en oración, repitiendo estas palabras: "Deus meus et omnia" (Mi Dios
y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era "verdaderamente un hombre
de Dios" y enseguida le suplicó que le admitiese corno discípulo.
Desde entonces, juntos asistían a misa y estudiaban la
Sagrada Escritura para conocer la voluntad de Dios. Como las indicaciones de la
Biblia concordaban con sus propósitos, Bernardo vendió cuanto tenía y repartió
el producto entre los pobres.
Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió
también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo les
"concedió el hábito" a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El
tercer compañero de San Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran sencillez
y sabiduría espiritual.
En 1210, cuando el grupo contaba ya con 12 miembros,
Francisco redactó una regla breve e informal que consistía principalmente en
los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Con ella se fueron a Roma
a presentarla para aprobación del Sumo Pontífice. Viajaron a pie, cantando y
rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las limosnas que la gente les daba.
En Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía
demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un Cardenal dijo: "No
les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en el Evangelio".
Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en pobreza, en oración,
en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de la Porciúncula.
Inocencio III se mostró adverso al principio. Por otra parte, muchos cardenales
opinaban que las órdenes religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de
multiplicación y que la nueva manera de concebir la pobreza era impracticable.
El cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su
regla expresaba los mismos consejos con que el Evangelio exhortaba a la
perfección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su vez lo comunicó
a San Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que crecía
rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo la
basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años después, el
mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de Santo Domingo.
Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó verbalmente su regla;
enseguida le impuso la tonsura, así como a sus compañeros y les dio por misión
predicar la penitencia.
La Porciúncula
San Francisco y sus compañeros se trasladaron
provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde
salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con
un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno.
Francisco respondió: "Dios no nos ha llamado a preparar establos para los asnos",
y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte Subasio. En
1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a condición de
que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. El santo
se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la admitió prestada. En
prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los benedictinos,
Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el préstamo, una
cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino.
Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un
tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa
María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes construyeron varias
cabañas primitivas, porque San Francisco no permitía que la orden en general y
los conventos en particular, poseyesen bienes temporales. Había hecho de la
pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se manifestaba en su
manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada uno de sus actos.
Acostumbraba llamar a su cuerpo "el hermano asno", porque lo
consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para comer
poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba "hermano
mosca", porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo
de los otros y les resultaba molesto.
Poco antes de morir, considerando que el hombre está
obligado a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo por
haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había opuesto siempre
a las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión, viendo que un
fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno, Francisco le llevó
alimento y comió con él para que se sintiese menos mortificado.
Somete la carne a las espinas; Dios le otorga sabiduría
Al principio de su conversión, viéndose atacado por
violentas tentaciones de impureza, solía revolcarse desnudo sobre la nieve.
Cierta vez en que la tentación fue todavía más violenta que de ordinario, el
santo se disciplinó furiosamente; como ello no bastase para alejarla, acabó por
revolcarse sobre las zarzas y los abrojos.
Su humildad no consistía simplemente en un desprecio
sentimental de sí mismo, sino en la convicción de que "ante los ojos de
Dios el hombre vale por lo que es y no más". Considerándose indigno del
sacerdocio, Francisco sólo llegó a recibir el diaconado. Detestaba de todo
corazón las singularidades. Así cuando le contaron que uno de los frailes era
tan amante del silencio que sólo se confesaba por señas, respondió disgustado:
"Eso no procede del espíritu de Dios sino del demonio; es una tentación y
no un acto de virtud." Dios iluminaba la inteligencia de su siervo con una
luz de sabiduría que no se encuentra en los libros. Cuando cierto fraile le
pidió permiso para estudiar, Francisco le contestó que si repetía con devoción
el "Gloria Patri", llegaría a ser sabio a los ojos de Dios y él mismo
era el mejor ejemplo de la sabiduría adquirida en esa forma.
Sobre la pobreza de espíritu, Francisco decía: "Hay
muchos que tienen por costumbre multiplicar plegarias y prácticas devotas,
afligiendo sus cuerpos con numerosos ayunos y abstinencias; pero con una sola
palabrita que les suena injuriosa a su persona o por cualquier cosa que se les
quita, enseguida se ofenden e irritan. Estos no son pobres de espíritu, porque
el que es verdaderamente pobre de espíritu, se aborrece a sí mismo y ama a los
que le golpean en la mejilla".
La Naturaleza
Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de
Francisco por los animales y del poder que tenía sobre ellos. Por ejemplo, es
famosa la reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a predicar en
Alviano: "Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya
habéis parloteado bastante". Famosas también son las anécdotas de los
pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Creador,
del conejillo que no quería separarse de él en el Lago Trasimeno y del lobo de
Gubbio amansado por el santo. Algunos autores consideran tales anécdotas como
simples alegorías, en tanto que otros les atribuyen valor histórico.
Aventura de amor con
Dios
Los primeros años de la orden en Santa María de los Ángeles
fueron un período de entrenamiento en la pobreza y la caridad fraternas. Los
frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan
de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir limosna de puerta
en puerta; pero el fundador les había prohibido que aceptasen dinero. Estaban
siempre prontos a servir a todo el mundo, particularmente a los leprosos y menesterosos.
San Francisco insistía en que llamasen a los leprosos
"mis hermanos cristianos" y los enfermos no dejaban de apreciar esta
profunda delicadeza. Les decía a los frailes: ¨Todos los hermanos procuren
ejercitarse en buenas obras, porque está escrito: 'Haz siempre algo bueno para
que el diablo te encuentre ocupado'. Y también, 'La ociosidad es enemiga del
alma'. Por eso los siervos de Dios deben dedicarse continuamente a la oración o
a alguna buena actividad.¨
El número de los compañeros del santo continuaba en aumento,
entre ellos se contaba el famoso "juglar de Dios", fray Junípero; a
causa de la sencillez del hermanito Francisco solía repetir: "Quisiera
tener todo un bosque de tales juníperos". En cierta ocasión en que el
pueblo de Roma se había reunido para recibir a fray Junípero, sus compañeros le
hallaron jugando apaciblemente con los niños fuera de las murallas de la
ciudad. Santa Clara acostumbraba llamarle "el juguete de Dios".
Santa Clara
Clara había partido de Asís para seguir a Francisco, en la
primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo consiguió establecer a
Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de religiosas llegó pronto
a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de Prouille habían de ser para
los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un vergel escondido de oración
que hacía fecundo el trabajo de los frailes.
Evangeliza a los
mahometanos
En el otoño de ese año, Francisco, no contento con todo lo
que había sufrido y trabajado por las almas en Italia, resolvió ir a
evangelizar a los mahometanos. Así pues, se embarcó en Ancona con un compañero
rumbo a Siria; pero una tempestad hizo naufragar la nave en la costa de
Dalmacia. Como los frailes no tenían dinero para proseguir el viaje, se vieron
obligados a esconderse furtivamente en un navío para volver a Ancona. Después
de predicar un año en el centro de Italia (el señor de Chiusi puso entonces a
la disposición de los frailes un sitio de retiro en Monte Alvernia, en los
Apeninos de Toscana), San Francisco decidió partir nuevamente a predicar a los
mahometanos en Marruecos. Pero Dios tenía dispuesto que no llegase nunca a su
destino: el santo cayó enfermo en España y, después, tuvo que retornar a
Italia. Ahí se consagró apasionadamente a predicar el Evangelio a los
cristianos.
La humildad y
obediencia
San Francisco dio a su orden el nombre de "Frailes
Menores" por humildad, pues quería que sus hermanos fuesen los siervos de
todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Con frecuencia exhortaba a
sus compañeros al trabajo manual y, si bien les permitía pedir limosna, les
tenía prohibido que aceptasen dinero. Pedir limosna no constituía para él una
vergüenza, ya que era una manera de imitar la pobreza de Cristo. Sobre la
excelsa virtud de la humildad, decía: "Bienaventurado el siervo a quien lo
encuentran en medio de sus inferiores con la misma humildad que si estuviera en
medio de sus superiores. Bienaventurado el siervo que siempre permanece bajo la
vara de la corrección. Es siervo fiel y prudente el que, por cada culpa que
comete, se apresura a expiarlas: interiormente, por la contrición y
exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra". El santo no
permitía que sus hermanos predicasen en una diócesis sin permiso expreso del
Obispo. Entre otras cosas, dispuso que "si alguno de los frailes se
apartaba de la fe católica en obras o palabras y no se corregía, debería ser
expulsado de la hermandad". Todas las ciudades querían tener el privilegio
de albergar a los nuevos frailes, y las comunidades se multiplicaron en Umbría,
Toscana, Lombardia y Ancona.
Crece la orden
Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó del Papa Honorio
III la indulgencia de la Porciúncula o "perdón de Asís". El año
siguiente, conoció en Roma a Santo Domingo, quien había predicado la fe y la
penitencia en el sur de Francia en la época en que Francisco era "un
gentilhombre de Asís". San Francisco tenía también la intención de ir a
predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien fue más tarde Papa
con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió en su lugar a los
hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir más tarde la Orden
de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso cardenal Ugolino
ejerció una gran influencia en el desarrollo de la Orden. Los compañeros de San
Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente cierta forma de
organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se procedió a dividir
a la Orden en provincias, al frente de cada una de las cuales se puso a un
ministro, "encargado del bien espiritual de los hermanos; si alguno de
ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del ministro, éste tendría que
responder de él ante Jesucristo". Los frailes habían cruzado ya los Alpes
y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió, en la Porciúncula, en
Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo "de las
esteras", así llamado por las cabañas que debieron construirse
precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se cuenta que se
reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que en una
comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un tanto.
Los delegados encontraban que San Francisco se entregaba excesivamente a la aventura
y exigían un espíritu más práctico. Es que así les parecía lo que en realidad
era una gran confianza en Dios.
El santo se indignó profundamente y replicó: "Hermanos
míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y la humildad y por ese
camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos los que estén
dispuestos a seguirme... El Señor me dijo que deberíamos ser pobres y locos en
este mundo y que ése y no otro sería el camino por el que nos llevaría. Quiera
Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros volver a vuestra
primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad y aunque la encontréis
tan defectuosa".
Francisco les insistía en que amaran muchísimo a Jesucristo
y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el mayor desprendimiento
posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba de recomendarles que
cumplieran lo más exactamente posible todo lo que manda el Santo Evangelio.
El mayor privilegio:
no gozar de privilegio alguno
Recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a
Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es amado". La gente le
escuchaba con especial cariño y se admiraba de lo mucho que sus palabras
influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su Verdad. Sus
palabras eran reflejo de su vida en imitación a Jesús, decía:
"El que ama verdaderamente a su enemigo no se apena de
las injurias que éste le provoca, sino que sufre por amor de Dios a causa del
pecado que arrastra el alma que lo ofendió. Y le manifiesta su amor con
obras".
A quienes le propusieron que pidiese al Papa permiso para
que los frailes pudiesen predicar en todas partes sin autorización del obispo,
Francisco repuso: "Cuando los obispos vean que vivís santamente y que no
tenéis intenciones de atentar contra su autoridad, serán los primeros en
rogaros que trabajéis por el bien de las almas que les han sido confiadas.
Considerad como el mayor de los privilegios el no gozar de privilegio
alguno..." Al terminar el capítulo, San Francisco envió a algunos frailes
a la primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos, y se reservó para
sí la misión entre los sarracenos de Egipto y Siria. En 1215, durante el
Concilio de Letrán, el Papa Inocencio III había predicado una nueva cruzada,
pero tal cruzada se había reducido simplemente a reforzar el Reino Latino de
oriente. Francisco quería blandir la espada de Dios.
San Francisco se fue a Tierra Santa a visitar en devota
peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y murió: Belén,
Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya, los
franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos Lugares
de Tierra Santa.
Misionero ante el
Sultán
En junio de 1219, se embarcó en Ancona con 12 frailes. La
nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los cruzados habían
puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el egoísmo y las
costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el celo de la
salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por más que
los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a precio.
Habiendo conseguido la autorización del delegado pontificio, Francisco y el
hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: "¡Sultán,
Sultán!". Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil,
Francisco declaró osadamente: "No son los hombres quienes me han enviado,
sino Dios todopoderoso.
Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la
salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio". El Sultán
quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo
replicó: "Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios,
con gusto me quedaré con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma,
manda encender una hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así
veréis cuál es la verdadera fe". El Sultán contestó que probablemente
ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía
someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo.
Cuentan que el Sultán llegó a decir: "Si todos los
cristianos fueran como él, entonces valdría la pena ser cristiano". Pero
el Sultán, Malek-al-Kamil, mandó a Francisco que volviese al campo de los
cristianos. Desalentado al ver el reducido éxito de su predicación entre los
sarracenos y entre los cristianos, el Santo pasó a visitar los Santos Lugares.
Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le pedían urgentemente que
retornase a Italia.
La crisis del
acomodamiento lleva a clarificar la regla
Durante la ausencia de Francisco, sus dos vicarios, Mateo de
Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido ciertas innovaciones que
tendían a uniformar a los frailes menores con las otras órdenes religiosas y a
encuadrar el espíritu franciscano en el rígido esquema de la observancia
monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas de San Damián tenían ya una
constitución propia, redactada por el cardenal Ugolino sobre la base de la
regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco tuvo la desagradable
sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un espléndido convento. El
Santo se negó a poner los pies en él y vivió con los frailes predicadores.
Enseguida mandó llamar al guardián del convento franciscano, le reprendió
severamente y le ordenó que los frailes abandonasen la casa.
Tales acontecimientos tenían a los ojos del Santo las
proporciones de una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que
tendría que salir la Orden sublimada o destruida. San Francisco se trasladó a
Roma donde consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y
consejero de los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe
ciega en el fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la
Iglesia. Al mismo tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de
revisar la regla, para lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió
en la Porciúncula en 1221. El Santo presentó a los delegados la regla revisada.
Lo que se refería a la pobreza, la humildad y la libertad evangélica,
características de la Orden, quedaba intacto. Ello constituía una especie de
reto del fundador a los disidentes y legalistas que, por debajo del agua,
tramaban una verdadera revolución del espíritu franciscano. El jefe de la
oposición era el hermano Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la
dirección de la Orden, de suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente
el ministro general. Sin embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien
respetaba sinceramente. En realidad, la Orden era ya demasiado grande, como lo
dijo el propio San Francisco: "Si hubiese menos frailes menores, el mundo
los vería menos y desearía que fuesen más."
Al cabo de dos años, durante los cuales hubo de luchar
contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar la orden en
una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer el espíritu
franciscano, el Santo emprendió una nueva revisión de la regla. Después la
comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros, pero el
documento se extravió y el Santo hubo de dictar nuevamente la revisión al
hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la
prohibición de poseer bienes en común era impracticable.
La regla, tal como fue aprobada por Honorio III en 1223,
representaba sustancialmente el espíritu y el modo de vida por el que había
luchado San Francisco desde el momento en que se despojó de sus ricos vestidos
ante el obispo de Asís.
La Tercera Orden
Unos dos años antes, San Francisco y el cardenal Ugolino
habían redactado una regla para la cofradía de laicos que se habían asociado a
los frailes menores y que correspondía a lo que actualmente llamamos Tercera
Orden, fincada en el espíritu de la "Carta a todos los cristianos",
que Francisco había escrito en los primeros años de su conversión. La cofradía,
formada por laicos entregados a la penitencia, que llevaban una vida muy
diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser una gran fuerza
religiosa en la Edad Media. En el derecho canónico actual, los terciarios de
las diversas órdenes gozan todavía de un estatuto específicamente diferente del
de los miembros de las cofradías y congregaciones marianas.
La representación de
la primera Navidad
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecehio, en el
valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan da Vellita:
"Quisiera hacer una especie de representación viviente del nacimiento de
Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo así, con los ojos del cuerpo la
humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y el
asno". En efecto, el Santo construyó entonces en la ermita una especie de
cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa de medianoche, en
la que Francisco actuó como diácono y predicó sobre el misterio de la
Natividad.
Se le atribuye haber comenzado en aquella ocasión la
tradición del "belén" o "nacimiento". Nos dice Tomás Celano
en su biografía del Santo: "La Encarnación era un componente clave en la
espiritualidad de Francisco. Quería celebrar la Encarnación en forma especial.
Quería hacer algo que ayudase a la gente a recordar al Cristo Niño y cómo nació
en Belén".
San Francisco permaneció varios meses en el retiro de
Grecehio, consagrado a la oración, pero ocultó celosamente a los ojos de los
hombres las gracias especialísimas que Dios le comunicó en la contemplación. El
hermano León, que era su secretario y confesor, afirmó que le había visto
varias veces durante la oración elevarse tan alto sobre el suelo, que apenas
podía alcanzarle los pies y, en ciertas ocasiones, ni siquiera eso.
Los Estigmas
Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el Santo se
retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó consigo al hermano
León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de
San Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de
1224, el milagro de los estigmas, del que hablamos el 17 de septiembre.
Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de la Pasión
del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de entonces
llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba medias y
zapatos.
Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó
lo sucedido al hermano Iluminado y a algunos otros, pero añadió que le habían
sido reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la
tierra.
En cierta ocasión en que se hallaba enfermo, alguien propuso
que se le leyese un libro para distraerle. El Santo respondió: "Nada me
consuela tanto como la contemplación de la vida y Pasión del Señor. Aunque
hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo libro me bastaría".
Francisco se había enamorado de la santa pobreza, mientras contemplaba a Cristo
crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría en la persona de los
pobres.
El santo no despreciaba la ciencia, pero no la deseaba para
sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como medios para un fin y
sólo podían aprovechar a los frailes menores, si no les impedían consagrar a la
oración un tiempo todavía más largo y si les enseñaban más bien, a predicarse a
sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios que
alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la caridad y
secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese en
rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas y
buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión:
"Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por
abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza".
En sus escritos, esto es lo que el Santo nos dejó dicho
sobre la vigilancia del corazón: “Cuidémonos mucho de la malicia y astucia de
Satanás, el cual quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos
a Dios. Y anda dando vueltas buscando adueñarse del corazón del hombre y, bajo
la apariencia de alguna recompensa o ayuda, ahogar en su memoria la palabra y
los preceptos del Señor, e intenta cegar el corazón del hombre mediante las
actividades y preocupaciones mundanas, y fijar allí su morada”.
Antes de salir de Monte Alvernia, el Santo compuso el
"Himno de alabanza al Altísimo". Poco después de la fiesta de San
Miguel bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y curó a
los enfermos que le salieron al paso.
La hermana Muerte
Las calientísimas arenas del desierto de Egipto afectaron la
vista de Francisco hasta el punto de estar casi completamente ciego. Los dos
últimos años de la vida de Francisco fueron de grandes sufrimientos que parecía
que la copa se había llenado y rebalsado. Fuertes dolores debido al deterioro
de muchos de sus órganos (estómago, hígado y el bazo), consecuencias de la
malaria contraida en Egipto. En los más terribles dolores, Francisco ofrecía a
Dios todo como penitencia, pues se consideraba gran pecador y para la salvación
de las almas. Era durante su enfermedad y dolor donde sentía la mayor necesidad
de cantar.
Su salud iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le
debilitaban, y casi había perdido la vista. En el verano de 1225 estuvo tan
enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le obligaron a ponerse en
manos del médico del Papa en Rieti. El Santo obedeció con sencillez. De camino
a Rieti fue a visitar a Santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio
de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el "Cántico del hermano
Sol" y lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo.
Después se trasladó a Monte Rainerio, donde se sometió al
tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero la mejoría que ello
le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le llevaron entonces a Siena a
consultar a otros médicos, pero para entonces el Santo estaba moribundo. En el
testamento que dictó para sus frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los
exhortaba a amar y observar la santa pobreza, y a amar y honrar a la Iglesia.
Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento para recomendar a sus
hermanos que observasen fielmente la regla y trabajasen manualmente, no por el
deseo de lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. "Si no
nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de
puerta en puerta".
Cuando Francisco volvió a Asís, el Obispo le hospedó en su
propia casa. Francisco rogó a los médicos que le dijesen la verdad, y éstos
confesaron que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida.
"¡Bienvenida, hermana Muerte!", exclamó el Santo y acto seguido,
pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la comitiva
se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el panorama de
Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un momento y entonces
volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró las bendiciones de
Dios para ella y sus habitantes.
Después mandó a los camilleros que se apresurasen a llevarle
a la Porciúncula. Cuando sintió que la muerte se aproximaba, Francisco envió a
un mensajero a Roma para llamar a la noble dama Giacoma di Settesoli, que había
sido su protectora, para rogarle que trajese consigo algunos cirios y un sayal
para amortajarle, así como una porción de un pastel que le gustaba mucho.
Felizmente, la dama llegó a la Porciúncula antes de que el
mensajero partiese. Francisco exclamó: "¡Bendito sea Dios que nos ha
enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que prohibe la entrada a las
mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle que entre".
El Santo envió un último mensaje a Santa Clara y a sus
religiosas, y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del "Cántico
del Sol" en los que alaba a la muerte. Enseguida rogó que le trajesen un
pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor fraternal
diciendo: "Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os enseñe a
hacer lo que está de la vuestra”. Sus hermanos le tendieron por tierra y le
cubrieron con un viejo hábito. Francisco exhortó a sus hermanos al amor de Dios,
de la pobreza y del Evangelio, "por encima de todas las reglas", y
bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes como a los ausentes.
Murió el 3 de octubre de 1226, después de escuchar la
lectura de la Pasión del Señor según San Juan. Francisco había pedido que le
sepultasen en el cementerio de los criminales de Colle d'lnferno. En vez de
hacerlo así, sus hermanos llevaron al día siguiente el cadáver en solemne
procesión a la iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos
años después de la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado a la gran
basílica construida por el hermano Elías.
El cadáver desapareció de la vista de los hombres durante
seis siglos, hasta que en 1818, tras 52 días de búsqueda, fue descubierto bajo
el altar mayor, a varios metros de profundidad. El Santo no tenía más que 44 o
45 años al morir. No podemos relatar aquí ni siquiera en resumen, la azarosa y
brillante historia de la Orden que fundó. Digamos simplemente que sus tres
ramas: la de los frailes menores, la de los frailes menores capuchinos y la de
los frailes menores conventuales forman el instituto religioso más numeroso que
existe actualmente en la Iglesia. Y, según la opinión del historiador David
Knowles, al fundar ese instituto, San Francisco "contribuyó más que nadie
a salvar a la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante
la Edad Media".
¡San Francisco de Asís: pídele a Jesús que lo amemos tan
intensamente como lo lograste amar tú!
La Porciúncula, en la Basílica de Nuestra Señora de los
Ángeles
La Porciúncula es un pueblo y a la misma vez una iglesia
localizada aproximadamente a tres-cuartos de milla de la ciudad de Asís en
Italia. El pueblo ha progresado alrededor de la Basílica de Nuestra Señora de
los Ángeles. Fue precisamente en esta Basílica que San Francisco de Asís
recibió su vocación en el año 1208. San Francisco vivió la mayor parte de su
vida en este lugar. En el año 1211, San Francisco logró una estadía permanente
en este pueblo cerca de Asís, gracias a la generosidad de los Benedictinos, los
cuales le donaron la pequeña capilla de Santa María de los Ángeles o la
Porciúncula, considerada como “una pequeña parte” de esas tierras.
Un día mientras San Francisco estaba arrodillado en la
capilla de San Damián, sintió que Cristo le habló desde el crucifijo y le dijo:
“Reconstruye mi Iglesia que esta en ruinas.” El se tomó estas palabras
literalmente y empezó a reconstruir varias Iglesias. No fue hasta un tiempo
después que San Francisco comprendió que el mensaje principal de Cristo era que
construyera y fortaleciera espiritualmente la Iglesia de Cristo. Así fue que el
Santo comenzó a trabajar en la restauración de las iglesias de San Damián, San
Pedro Della Spina y Santa Maria de los Ángeles o de la Porciúncula.
Al lado del humilde santuario de la Porciúncula, fue
edificado el primer convento Franciscano, con la construcción de unas cuantas
pequeñas chozas o celdas de paja y barro, cercadas con un seto. Este acuerdo
fue el comienzo de la Orden Franciscana. La Porciúncula fue también el lugar
donde San Francisco recibió los votos de Santa Clara. El 3 de Octubre de 1226,
muere San Francisco, y en su lecho de muerte, le confía el cuidado y protección
de la capilla a sus hermanos.
Un poco después del año 1290, la capilla, la cual media
aproximadamente 22 pies por 13 ½ pies fue ampliamente engrandecida para poder
acomodar a la cantidad de peregrinos que venían a visitarla. Más tarde, los
edificios alrededor del santuario fueron destruidos por orden de Pio V (1566-72),
excepto la celda en la cual murió San Francisco. Luego, estos fueron
reemplazados por una gran Basílica, estilo contemporáneo. El nuevo edificio fue
erigido sobre su celda y sobre la capilla de la Porciúncula. La Basílica ahora
tiene tres naves y un circulo de capillas que se extienden a lo largo de la
longitud de los costados.
La Basílica forma una cruz latina de 416 pies de largo por
210 pies de ancho. Un pedazo del altar de la capilla es de la Anunciación, la
cual fue pintada por un sacerdote en el año 1393. Uno todavía puede visitar la
celda donde murió San Francisco. Detrás de la sacristía se encuentra el sitio
donde el santo, durante una tentación se dice, que se revolcó en un arbusto de
brezo, el cual después se convirtió en un rosal sin espinas. Fue precisamente
durante esa misma noche del 2 de Agosto, que el Santo recibió la “Indulgencia
de la Porciúncula.” Hay una representación del recibimiento de esta indulgencia
en la fachada de la capilla de la Porciúncula.
Se cuenta que una vez, en el año 1216, mientras Francisco
estaba en la Porciúncula, en oración y en contemplación, se le apareció Cristo
y le ofreció que le pidiera el favor que el quisiera. En el centro del corazón
de San Francisco siempre estaba la salvación de las almas. El soñaba en que su
amada Porciúncula fuese un santuario donde muchos se pudieran salvar, entonces
le pidió al Señor que le concediera una indulgencia plenaria ( o sea, una
completa remisión de todas las culpas), para que todos aquellos que vinieran a
visitar la pequeña capilla, una vez que se hubieran arrepentido de sus pecados
y confesado, pudieran obtenerla. Nuestro Señor accedió a su petición con la
condición de que el Papa ratificará la indulgencia.
San Francisco se fue de inmediato hacia Perugia con uno de
sus hermanos en busca del Papa Honorio III. Este, a pesar de alguna oposición
de la Curia, ante este favor nunca antes escuchado dio su aprobación a la
Indulgencia, limitándola a poder recibirla solamente una vez al año.
Posteriormente, el Papa la confirmó y fijo la fecha del 2 de Agosto como el día
para alcanzar esta indulgencia. En Italia, es comúnmente conocida como “el
perdón de Asís” o la “indulgencia de la Porciúncula”. Este es el recuento
tradicional de la historia.
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